Tal día como hoy 22 de mayo de 1455,
en Hertfordshire, Inglaterra, tiene lugar la primera batalla de San
Albano, cuando Ricardo, duque de York, junto a su aliado, Ricardo
Neville, conde de Warwick, derrotan a las tropas de la casa de
Lancaster, dirigidas por Edmundo Beaufort, duque de Somerset, que
muere durante la batalla.
Al finalizar el combate, Ricardo de
York captura al rey Enrique VI, haciéndose nombrar Lord Protector
del Reino de Inglaterra. Con esta batalla se da inicio a las Guerras
de las "Dos Rosas", entre las dos ramas de la dinastía
Plantagenet, por la sucesión al trono de Inglaterra, tras ser
expulsados los ingleses de Francia. Esta guerra civil fraticida se
prolongará hasta 1485 y su nombre viene de los respectivos emblemas
heráldicos: la rosa blanca de la casa de York y la rosa roja de la
casa de Lancaster.
Las dos rosas emblemáticas se
distinguían por el color. La que correspondía a los duques de York
era blanca. La de los duques de Lancaster, roja. Miembros de esta
última familia habían ocupado el trono durante la primera mitad del
siglo XV.
El primero de ellos, Enrique IV, no era
el heredero legítimo del monarca anterior. Había desposeído a su
primo Ricardo II de la Corona con la ayuda de la nobleza, Este
ascenso al trono fue la semilla de los conflictos familiares que
terminarían desembocando en la guerra de las Dos Rosas.
Enrique IV pasó parte de su reinado
luchando por mantener el control de su territorio. Estaba en deuda
con la nobleza, e incluso se vio amenazado por una conspiración para
derrocarle.
Su hijo y sucesor, Enrique V, pasó la
mayor parte de su reinado en Francia. Aspiraba a la Corona de aquel
país y quería poner fin al interminable conflicto anglofrancés
que, por su larga duración, la historia conoce ahora como la guerra
de los Cien Años.
Los éxitos militares de Enrique V en
tierras francesas hicieron olvidar a los ingleses la anómala llegada
al trono de su padre. Pero el brillante vencedor de los franceses en
Azincourt murió relativamente joven, con solo 35 años, en la propia
Francia. Se había casado con la hija del monarca francés Carlos VI,
a quien había exigido por ello el título de heredero.
Una vulgar disentería acabó con su
vida sin que hubiera consolidado sus triunfos. Dejaba atrás un hijo
de corta edad que no solo heredaba el trono inglés, sino las
aspiraciones de su progenitor a la Corona gala. Pero este pequeño de
pocos meses, Enrique VI, no resultó ser, una vez adulto, un rey
generoso y valiente como su padre, sino un personaje débil,
acomodaticio e inseguro.
Todavía menor de edad, se encontró en
Francia con la aparición de Juana de Arco, que movilizó los
sentimientos del pueblo francés a favor del delfín Carlos, heredero
legal de Carlos VI, y provocó la reanudación de la lucha contra los
ingleses. Estos, derrotados en Orleans, y muchas otras regiones
francesas, tuvieron que regresar a su país, conservando únicamente
el puerto de Calais.
La sombra de aquella derrota, que ponía
fin a la guerra de los Cien Años, recayó sobre Enrique VI. La
oposición al rey y a su gobierno fue fomentada, en parte, por muchos
de los combatientes ingleses procedentes de Francia, entonces
inactivos.Pero la resistencia armada la dirigió sobre todo un
miembro joven y decidido de la familia rival, Ricardo de York.
Ricardo no consiguió suplantar en el trono a su débil primo, pero
sí dejar a su hijo Eduardo el camino abierto hacia la victoria y el
cambio de dinastía.
Estos fueron precisamente los años de
la guerra de las Dos Rosas. Se desarrolló en la campiña inglesa,
ante la indiferencia de casi todos los campesinos, pero con activa
intervención de la nobleza. Duró casi toda la segunda mitad del
siglo XV, cuando la decadencia de los Lancaster, personificada en el
inepto Enrique VI, no pudo detener el ímpetu de los que apoyaban a
los duques de York.
Frente a la rosa roja, que comenzaba a
marchitarse, surgían la novedad, la fuerza y la fragancia de la rosa
blanca. Y un nuevo concepto de la monarquía, el absolutismo, que no
acabaría imponiendo ninguno de los soberanos de la casa de York. Lo
realizaría años más tarde –una vez arruinada por la guerra civil
casi toda la aristocracia inglesa– la implacable familia Tudor,
curiosa mezcla de sangres provenientes de York y de Lancaster.
Los líderes de la rosa blanca, primero
el propio Ricardo y después su hijo Eduardo, mostraban cualidades
que entusiasmaban al pueblo y a la nobleza. Sin embargo, el
comportamiento ambiguo de aristócratas influyentes como el conde de
Warwick –que tan pronto favorecía a uno de los pretendientes como
se inclinaba por el otro– y la actitud enérgica y la capacidad de
la reina Margarita de Anjou, esposa de Enrique VI, determinaron la
evolución, de aquella guerra civil.
En 1455, Ricardo de York derrotó e
hizo prisionero al rey Enrique en la batalla de St. Albans. Pero no
fue una victoria definitiva. Los Lancaster recobraron el poder cuatro
años después, gracias sobre todo al talento de la reina Margarita.
Pasados dos años, cambió otra vez la
suerte de los Lancaster. El hijo de Ricardo de York, Eduardo, se
hizo coronar como Eduardo IV. Tenía dieciocho años, un físico
espléndido, un carácter optimista y cualidades de gran jefe.
Enrique VI, sin fuerzas ni ánimo para luchar, dejó que su mujer
buscara ayuda en Escocia, mientras él vegetaba lejos del trono
perdido.
Pero más tarde el poderoso Warwick,
conocido como “el Hacedor de reyes”, cambió de bando y
abandonó al joven Eduardo, poniendo sus armas y su dinero al
servicio del monarca destronado y de su ambiciosa esposa, que así
pudo recobrar el poder.
El jefe de la casa de York se refugió
en Francia, dispuesto a realizar el asalto definitivo al trono
inglés. No tardaría en hacerlo. Regresó a la isla menos de un año
después y se enfrentó a Warwick, que acabó vencido y muerto en la
batalla de Barnet. En 1471, el duque de York, amo de la rosa blanca,
convertido en rey de Inglaterra de nuevo como Eduardo IV, pudo
considerarse por fin seguro en el trono.
La ambición de sus dos hermanos, los
duques de Clarence y de Gloucester, fue muy pronto una fuente de
problemas para él. El menor de ellos, Ricardo de Gloucester, astuto,
ambicioso y cruel, consiguió engañar al rey para que autorizase el
asesinato del otro hermano. El joven intrigante apartaba a uno de sus
competidores del camino hacia el trono.
Quedaban los dos hijos de Eduardo IV,
menores de edad. Al morir este, la única forma de apartarlos de la
Corona era la calumnia, la prisión y la muerte. El joven Eduardo y
su hermano menor Ricardo fueron encarcelados en la torre de Londres,
donde murieron misteriosamente poco después. Su desaparición dejaba
el campo libre a su tío, que en aquel momento actuaba como regente.
Y, de esta forma, el personaje pudo proclamarse rey con el nombre de
Ricardo III.
Fue un triunfo efímero. Las sospechas
de asesinato recaídas sobre él le habían hecho perder la confianza
de sus nuevos súbditos. Y otro pariente suyo, Enrique Tudor,
refugiado en Francia y ayudado por el rey de aquel país, había
vuelto subrepticiamente a Gales con tropas leales y bien armadas.
Descendiente de los Lancaster, Enrique Tudor ofrecía las mejores
credenciales para sustituir en el trono a Ricardo.
Ambos rivales, se enfrentaron en el
campo de Bosworth. Ricardo se comportó heroicamente, pero acabó
perdiendo su caballo y la propia corona, que, según la leyenda,
quedó oculta entre unos matorrales. Allí la encontró el
pretendiente victorioso, Enrique IV, que se coronó en el acto.
El destino trágico de Ricardo III
significó el fin de los York en la monarquía inglesa y también la
conclusión de aquella larga contienda entre las dos rosas,
reconciliadas por fin en la persona de un lejano pariente de la casa
Tudor, el Duque de Lancaster, el rey Enrique IV. La rosa roja y la rosa blanca siguieron figurando en muchos
escudos de armas ingleses, pero ya no como flores enemigas y
enfrentadas, sino juntas y como aliadas bajo la nueva dinastía.