En la década de los años cincuenta del pasado siglo, tener cerca una escuela era, para los niños de campo, como si les hubiese tocado la lotería, pero la escuela a la que me refiero, no era sin embargo una Escuela Rural como hoy se entienden, sino una Escuela Nacional ubicada en el medio rural.
Estaba situada en la margen derecha del arroyo Jebar, en el partido de la Venta de Tendilla, de la vega de Álora a poco más de un kilómetro de casa, en un edificio que, en sus orígenes, fue finca de campo y había sido adaptada - más mal que bien – a su nueva función y vivienda de la maestra, aunque en todas partes se evidenciaban recuerdos de su antiguo uso.
Mis tres hermanos mayores habían pasado por ella y, por eso, cuando cumplí cinco años, mis padres pensaron que ya era hora de iniciar el colegio, lo cual fue traumático para mi, pues me veía privado de mis juegos, como buscar nidos, hacer candelas al atardecer, cazar ranas y otras actividades de similar importancia.
El fatídico día, hubieron de llevarme hasta la escuela llorando y a rastras, hasta la primera planta de la casa, en lo que antes había sido el granero, que mantenía aún las trojes del grano para guardar ahora en ellos material escolar.
En la puerta, aguardaba sonriente Doña Remedios, la maestra, alma de la escuela como pronto pude comprobar, a la que siempre recordaré por su pequeña estatura, su impoluta bata blanca cuidadosamente planchada y el cabello recogido en un peinado, que la hacía aparentar una edad indefinida.
Cuando finalmente, llorando, llegué hasta ella, me abrazó con ternura y mientras me acariciaba, en voz queda y con la paciencia de quien ya sabe el resultado, me fue preguntando mi edad, mi nombre, mis juegos preferidos... Mientras, me explicaba que allí podría jugar con otros niños, oír cuentos, aprender cosas... Poco a poco, sus palabras actuaron como un bálsamo, logrando calmar la infantil pataleta, hasta conseguir que acabara sentado en un pupitre, intentando - en una pizarra recién estrenada - reproducir las vocales que, con su perfecta caligrafía, Doña Remedios había puesto como modelo.
Con los años, he pensado muchas veces que, siendo uno de los seres más maravillosos que encontré en mi vida, me resistí cuanto pude - tonto de mi- en quedar a su cuidado, sin advertir que, a la postre, eso iba a significar con el tiempo precisamente mi libertad.
Nadie en la escuela tenía un libro propio para aprender a leer, pues las cartillas de lectura eran “material escolar”, estando todas manoseadas y ajadas por las decenas de manos infantiles que habían ido posándose sobre sus páginas mientras las aprendían.
El resto del material docente, durante los seis años que permanecí en la escuela, se resumía en “La enciclopedia graduada de José Dalmau Carles”, en tres grados - uno por volumen - que, encerraban todo el saber del universo y dos mapas murales de hule, uno de España y otro de Europa y una enorme pizarra colgada en la pared.
Pero si algo no estaba en ellos, lo aprendíamos de Doña Remedios – para nosotros pozo de infinito conocimiento - que en las suaves tardes otoñales del sur, cuando el sueño empezaba a hacer estragos, y una tenue luz amarillenta se filtraba a través de las tres ventanas de la escuela-granero, nos hacía entonar a coro la lección, en forma de salmodia reiterativa e insistente, hasta que nos quedaba grabada para siempre.
“Los cabos de España son :Iguer en Guipuzcoa, Machichaco en Vizcaya, Ajo en Santander, Peñas en Asturias, Estaca de Bares, Ortegal, Toriñana y Finisterre en la Coruña, Trafalgar y Punta de Tarifa en Cádiz, Calaburras en Málaga, Gata en... ” y así lo repetíamos una y otra vez durante toda la tarde, mientras intentábamos vencer el sueño que el ritmo pausado y reiterativo de la cantinela, acentuaba cada vez más y más..
Doña Remedios, como por todos se la nombraba, no era una maestra al uso, pues su vocación docente, la volcó toda su vida en el mismo destino de La Venta de Tendilla, y como resultado de tan larga relación, acabó formando parte de la comunidad de manera especial y esencial, erigiéndose en referente para todos en la comarca.
Ella no era solo la maestra. Durante los inviernos, constituía imán para tertulias vecinales, en torno al brasero de picón y en los veranos, sentada al borde de la era cercana al colegio, enseñaba delicados bordados, acompañada siempre de sus antiguas alumnas.
Fue la maestra de los padres, luego lo sería de los hijos y, en bastante casos de los nietos, en los que veía reflejado el carácter de los primeros, no perdiendo nunca el contacto con ellos, sin importar la edad, o profesión que tuviesen. Ser discípulo de Doña Remedios, comenzaba a los cinco años y ya no finalizaba jamás...
En esto no fui tampoco excepción. Cuando, un verano de finales de la década de mil novecientos cincuenta, mi padre participó a la familia la decisión de que estudiase bachillerato en Málaga, pensé que solo vería a Doña Remedios de vez en cuando, pero eso no fue así.
Hacía poco que en la Gavia, habían construido una Escuela Rural, surgidas por iniciativa del obispo de Málaga, Ángel Herrera, al advertir este que el medio rural, carecía de maestros, problema endémico durante años, pues solo existía - cuando lo había – el “Maestro itinerante”, persona que sin apenas formación y por poco más que la comida, iban de casa en casa, enseñando a leer y escribir.
Se creó pues, la figura del Maestro Rural, de formación diocesana y desempeñado casi en exclusiva por mujeres, de forma que actuaban como una especie de misioneros seglares entre los vecinos.
Siendo ya adolescente, la nueva escuela pidió ayuda a Doña Remedios, para conseguir fondos para comprar la campana de la capilla y ella, siempre solidaria y contando con sus antiguos alumnos, organizó un grupo de teatro, en el que todos mis hermanos: Nati, Gabriel, Conchi y Carmen, constituyeron la parte mayoritaria de “actores” de una obra teatral de ambiente rural, que con enorme éxito, se representó primero en la Venta de Tendilla y luego - viajando sobre un desvencijado camión, con la maestra al frente - en el Valle de Abdalajis, con un escenario improvisado en el patio de una fábrica de aceite.
Las fotografías de entonces - amarillas por el paso del tiempo – al contemplarlas aún hacen soñar con aquellos años en que todo se hacía con el altruismo que doña Remedios había sabido inculcarnos, a través del cual cualquier cosa nos hacía felices.
Antonia María Ortega, Inés Hidalgo, Regino Bootello, Paco Campos... y muchos otros que siento no recordar, hicieron posible que la campana, por la que tanto habíamos trabajado, pudiese tañer por fin, en la escuela rural de la Gavia.
Nuestro premio fue - en gran parte debido a las enseñanzas que Doña Remedios nos había inculcado - la satisfacción de ser útiles a los demás.
Bonito y emotivo artículo. El año pasado pude conocer Álora, -pueblo de mi abuela y bisabuelos-, y entre muchas cosas tuve oportunidad de conocer una escuela rural en la serranía de Gibralgalia, donde seguramente tuvieron vivencias similares a las que muy bien describes. Algunos de los apellidos que mencionas los comparto en mi genealogía, incluso el de Hidalgo.
ResponderEliminarSaludos.
Gabriel Zerpa
Rosario - Argentina