domingo, 3 de enero de 2021


 AQUELLOS DÍAS DE OCTUBRE

Un mes después de la peripecia del examen de ingreso, empecé como estudiante de primer curso de bachillerato en el instituto de la calle Gaona de Málaga y los recuerdos que a mi mente vienen, lo hacen mezclados con el vago temor, a lo que la disciplina de las aulas significaba, la tristeza infinita al abandonar mi casa y la libertad del verano, sin olvidar la llegada de los días más cortos, los primeros fríos y las madrugadas para ir a clase. Pero lo peor era la gente con la que me relacionaba.

En cuanto en el instituto advertían la presencia de un “chico de pueblo”, todos veían en él presa fácil, para las novatadas - más o menos civilizadas - de que podían hacerte objeto. Una de las más comunes era la de “la llave del manganeso”.

Antes de hablar de ella, se hace preciso concretar, que todas las llaves y puertas del edificio docente, eran controladas por el bedel mayor - apellidado Barrios - ex guardia civil, que conservaba aún, pese a los años que llevaba en el puesto, el recuerdo del tricornio sobre su calva frente y la mentalidad cuartelera de cuando hacía vigilancia vestido de verde, en un puesto rural de la serranía de Córdoba.

Nuestro hombre, que con el director y el jefe de estudios, era el más servil de los tiralevitas, se comportaba en cambio como un tirano con los estudiantes y mucho más si pertenecían a cursos inferiores. Eran proverbiales los capones, que en el patio del recreo solía impartir de forma generosa, ante la más mínima señal que él considerase indisciplina. Por estas prendas y otras más que atesoraba, nuestro bedel era el terror general del alumnado.

Eran mis primeros días en el centro y todo me parecía extraño, cuando al pasar frente a las aulas de quinto curso, me llamó uno de los veteranos. - Ven aquí “pipiolo” - dijo en tono imperativo - acércate a Barrios, y pídele de parte del profesor de física, la llave del manganeso, y date prisa, que no tenemos toda la tarde...

Tan rápido como pude, me dirigí al habitáculo ocupado por el bedel mayor - una cabina de cristal y madera situada junto a la entrada - desde donde nuestro personaje controlaba como implacable cancerbero, todo lo que en el instituto se movía.

- Buenas Don Barrios - expuse con voz entrecortada al uniformado personaje, del que aún ignoraba su nombre de pila - que me envía el profesor de física, para que me entregue la llave del manganeso...

No pude acabar la frase, la mole humana de casi dos metros se puso en pie y gritó con estentórea voz, -¡Fuera de aquí... pero, ¿qué se habrá creído este mocoso?... A tomar el pelo te vas a tu casa...! y un cúmulo de otras lindezas que no llegue a oír, pues corrí tan rápido como pude, antes de que uno de sus capones, hiciese blanco en mi colodrillo.

Pero la más peligrosa de todas, era la novatada del fanático.

Bajando por la derecha de la calle Dos Aceras, y antes de llegar a la de Carretería, había un taller de zapatero remendón, de aquellos que entonces visitábamos con frecuencia, porque antes de tirar los zapatos se hacían sobre ellos todas las reparaciones imaginables que permitiesen alargar su vida, tanto que - a veces- tenían casi tantas partes añadidas como de origen.

Todas las paredes del taller, estaban empapeladas con carteles taurinos de Antonio Ordoñez, el torero de la tierra. El zapatero, era admirador incondicional del rondeño y en más de una ocasión se había enzarzado en discusiones - que frecuentemente llegaban a las manos - con partidarios de toreros distintos, o disidentes de la propia figura del maestro, que para él era un dios.

- No sé si sabes – me comentó un día a la salida un veterano – que cerca de aquí hay una calle con un eco, que se repite cinco o seis veces... Y el muy ladino, me fue aproximando al local en donde se ubicaba la zapatería a la que antes he hecho alusión, cuya existencia y características ignoraba.

- Este es el lugar... – dijo mientras me situaba de espaldas al taller.- Yo daré la voz y ya verás como suena - y colocándose a mi espalda, gritó con todas sus fuerzas en dirección al zapatero - ¡Antonio Ordoñez no vale na, y además es un cagao...! - y tan rápido como el viento, salió disparado del lugar.

Me quedé quieto como un pasmarote, sin advertir su marcha, ni oír – como era lógico - eco alguno, por lo que me volví para comentárselo. Justo a tiempo, porque una bota salía disparada del local, pasando por donde momentos antes estaba mi cabeza, e impactaba contra la pared y tras ella, apareció un energúmeno - mandil de cuero y martillo en mano - demandando a gritos mi hígado, al que - sin esperar saber cuales eran las razones de su actuación - esquivé corriendo hasta que dos calles más allá, desistió de su empeño en hacerme picadillo.

Al año siguiente, me sorprendí a mi mismo acompañando a un recién llegado de primer curso hasta el taller de zapatería, para enseñarle el maravilloso eco que aquella calle tenía...

La condición humana – amigo lector - es miserable y rastrera... 

J.M. Hidalgo ( Historias de gente singular )

 

 

No hay comentarios:

Publicar un comentario