Conchi tenía dos grandes pasiones, su gato y su perro.
Años atrás había tenido otros amores, pero la vida le había enseñado que el amor- para ser auténtico - debe tener un considerable componente de irracionalidad, y eso únicamente lo encontraba ahora en los animales, ya que el tiempo y el raciocinio humano, acaban por convertir siempre todo tipo de cariño, en enojosa y tediosa rutina.
Por eso el día en que Micky - nombre con el que ella había bautizado a su minino – empezó primero a rascarse una oreja, y más tarde a ladear su cabeza y maullar lastimero, el corazón de Conchi y con el todo su ser, se estremeció como si de su propia oreja se tratara.
Como es natural, su primer pensamiento fue llevar al felino al veterinario, pero tras corta reflexión optó por no hacerlo, y ello no por falta de afecto hacia el micifuz, sino porque Conchi – ya jubilada hacía tiempo – vivía de una pensión de la Seguridad Social, de las llamadas no contributivas, que si bien son suficientes para poder comer, no llegan para desayunar, merendar ni cenar, y no digamos para honorarios de veterinarios.
Pero nuestra heroína no era persona de rendirse fácilmente, y al poco halló – o eso creyó ella – solución a su problema.
-“Mira – dijo a su marido – te vas a ir al médico del seguro, y le dices que te duele el oído, y cuando te dé la medicina para curarte, se la ponemos al gato y la consulta nos saldrá gratis”.
Antonio - que con el inexorable paso de los años había visto reducirse sensiblemente sus entendederas - por aquello de que si tu mujer dice que te tires por la ventana, pide a la Providencia vivir en una planta baja, sin hacerse repetir la orden, se dirigió a la consulta del galeno, simulando sufrir ante este, de un insoportable dolor en un oído.
El médico – pese a ser del seguro – se tomó el asunto con inusitado interés y profesionalidad, y luego de una palpación exterior, auscultó con toda suerte de aparatos el interior del pabellón auditivo de nuestro hombre, para concluir que – a su entender – nada tenía, pero al solo objeto de asegurarse, le extendió un volante con idea de hacerle un lavado auricular con detenimiento, en previsión de que existiese un tapón profundo.
Como ya he dicho antes, amigo lector, Antonio - debido entre otros muchos motivos, al lógico envejecimiento neuronal - no era un lince, y por ello cuando le contó a su mujer el resultado de la visita, esta dio por fracasado el intento de solucionar el problema de su micho, pero su sorpresa fue mayúscula cuando su cónyuge, a modo de conclusión de lo sucedido, le dijo: “...Así que mañana me llegaré a la consulta, para que me hagan la cura del oído...”.
-¿Cómo dices...?- preguntó Conchi sin dar crédito a lo que escuchaba – Te recuerdo - continuó diciéndole - que tú en el oído no tienes nada, y que esto lo hemos ideado para conseguir una medicina gratis para el gato... ¿o no te das cuenta de que ha sido así...?.
- Bueno, eso lo dices tú, pero la verdad es que el médico me ha dicho que debo hacerme un lavado de oídos…, argumentó Antonio tozudo, y plenamente convencido de la necesidad de tal tratamiento.
- Pero vamos a ver - razonó la mujer -¿a ti te duele el oído...?, ¿tienes molestias...?, ¿te mareas...?, ¿oyes mal...?.
- No, nada de eso – expuso el consorte – pero ¿no vas a querer saber tu más que el médico, verdad?- y concluyó categórico .- Cuando él lo dice, seguro que me hace falta …
A la mañana siguiente y a la hora prevista, nuestro hombre se presentó en la consulta del galeno, en donde una maciza enfermera le endilgó en el oído, sin ningún tipo de delicadeza ni miramiento, una hermosa lavativa de un cuarto de litro de contenido, con la intención de dejárselo como los chorros del oro, molesta operación que repitió varias veces, al no advertir en la primera aplicación, salida alguna de impurezas.
Tras más de media hora de surtidores de liquido en su oreja, salió Antonio de la consulta tambaleándose por el mareo de tanto fluido entrando y saliendo, y nada más llegar a casa, contó a su mujer que – al parecer - no habían encontrado nada durante la cura.
Conchi, oyó la historia resignada y renunciando a añadir nada a lo dicho por su medio limón - que a estas alturas barruntaba ya tener algo en el oído de lo que no habían sabido curarle – mientras ella pensaba para sus adentros que, en la vida hay cosas que no tienen arreglo, y su marido era una de ellas.
Poco tiempo después de lo que acabo de narrar, nuestra heroína volvió a tener un problema con el otro de sus seres más queridos. Resultó que, ya en tres ocasiones, su perro se le había escapado en busca de amoríos, volviendo a casa una semana más tarde, sucio, hambriento y magullado por las peleas con otros congéneres, en sus disputas por las hembras.
La reiteración del hecho, hizo pensar a nuestro personaje – al objeto de acabar de una vez por todas con él problema – en la necesidad de castrar a su donjuanesco chucho y obtener con ello una solución definitiva.
Naturalmente, se guardó muy mucho de comentar este asunto con su marido, y – por elemental prudencia - no buscar tampoco su ayuda para solucionarlo.
J. M. Hidalgo
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