Tal día como hoy 30 de agosto del año 1334 nació en Burgos Pedro I de Castilla, conocido como “el Cruel” por sus detractores y “el Justiciero” por sus aliados.
Hijo de Alfonso XI y María de Portugal y heredero legítimo del trono de Castilla, se convirtió en rey en 1350, con 15 años, en un momento en el que los nobles reclamaban mayor peso en el gobierno y surgían aspirantes al trono hasta de debajo de las piedras. Alfonso XI había tenido siete hijos bastardos con Leonor de Guzmán de entre quienes se destacaba el mayor, Enrique de Trastámara, que con el tiempo se revelaría como el gran enemigo de Pedro I y su principal contendiente por el derecho a llevar la corona.
Durante sus primeros años de reinado, Pedro I confió el gobierno de Castilla a Juan de Albuquerque, favorito de su madre, mientras él se dedicaba a cazar o rondar a las damas de la corte. Queriendo afianzar sus relaciones con Francia, Albuquerque prometió al rey de Castilla con Blanca de Borbón pero Pedro I se había encaprichado de María de Padilla, a quien conoció durante una de sus campañas para sofocar las revueltas nobiliarias, y abandonó a la princesa gala pocos días después de su boda.
La influencia de María de Padilla en Pedro I no gustó nada a los nobles castellanos, que se veían cada vez más relegados a un segundo plano en la toma de decisiones y despreciaban a Pedro I, quien gobernaba sin consultarles y les reprimía duramente ante el menor atisbo de rebelión. Enrique de Trastámara decidió actuar y, con Albuquerque de su lado, disputó abiertamente el trono a su medio hermano.
La iniciativa de Enrique funcionó y Pedro I fue apresado y encerrado en Toro, de donde consiguió escapar provocando división entre los nobles que le vigilaban. Comenzó entonces una cruenta guerra civil como pocas hasta entonces en la que combatieron los partidarios de Pedro I y los defensores de Enrique de Trastámara, a los que más tarde se sumarían el reino de Aragón (contra Pedro I), Francia (del lado de Enrique) e Inglaterra (del lado de Pedro), que estaban enfrascadas en la Guerra de los Cien Años.
El monarca castellano consiguió grandes victorias en el campo de batalla y, en cada ciudad que tomaba, los nobles que se habían opuesto a su persona eran torturados y ejecutados para dar ejemplo. De hecho, se dice que Pedro I se volvió tan desconfiado y paranoico que mató a muchos dignatarios y grandes señores que lo que querían era ofrecerle su apoyo. En estos años también murió, presuntamente asesinada, Blanca de Borbón.
La balanza se decantaba claramente a favor de don Pedro pero, en el año 1366, Enrique de Trastámara regresó de un breve exilio en Francia a la cabeza de las Compañías Blancas, un grupo de mercenarios temible, y se autoproclamó rey de Castilla. Pedro I recurrió entonces al Príncipe Negro de Inglaterra y ambos ejércitos se enfrentaron en 1367 en Nájera, de donde Pedro I salió victorioso. En medio de una brutal represión contra los cabecillas rebeldes, Enrique II lanzó una nueva ofensiva en la que consiguió sitiar Toledo y derrotó a Pedro I en Montiel (1369).
El rey intentó huir sobornando a Bertrand Du Guesclin, lugarteniente de Enrique, pero este le traicionó y le contó sus intenciones a su señor. Cuando Pedro I intentaba escapar en medio de la noche y acompañado por un reducido grupo de guerreros, el de Trastámara y los suyos le salieron al paso y este le mató de una puñalada para, después, cortarle la cabeza. Enrique II se había ganado el derecho a sentarse en el trono de Castilla con la sangre de su hermanastro manchando sus manos.
Es muy probable que el caso de Pedro I sea un ejemplo perfecto de cómo una figura puede verse distorsionada por determinados intereses. La necesidad de Enrique II de legitimar sus aspiraciones al trono basándose en la incompetencia para gobernar y la crueldad de Pedro I le llevaron a desprestigiarle hasta el punto de que el apodo más recordado para este rey castellano es ‘el Cruel’.
Si bien es cierto que Pedro I se ensañó con los nobles que se habían rebelado contra él, no hizo nada que cualquier otro rey de la época no hubiera considerado perfectamente normal y quienes le apoyaron le consideraron un rey que gobernó poniendo límites a la nobleza y pensando en las necesidades del pueblo llano.
El historiador Jerónimo Zurita afirma en sus Anales de Aragón que después de haber cortado la cabeza del rey “echáronla en la calle, y el cuerpo pusiéronlo entre dos tablas sobre las almenas del castillo de Montiel”
Los restos del rey permanecieron varios años en el castillo de Montiel hasta que fueron trasladados, en fecha que se ignora, a la iglesia de Santiago de Puebla de Alcocer. En dicho templo permanecieron los restos del rey Pedro I hasta que, en 1446, el rey Juan II de Castilla dispuso que se trasladaran al convento de Santo Domingo el Real de Madrid, donde fueron colocados en un sepulcro delante del altar mayor.
Cuando el convento de Santo Domingo el Real de Madrid fue demolido, en 1869, los restos mortales de Pedro I fueron llevados al Museo Arqueológico Nacional, hasta que en 1877 fueron trasladados a la cripta de la Capilla Real de la Catedral de Sevilla, donde permanecen en la actualidad junto a los de su hijo, Juan de Castilla.
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