Tal día como hoy, 14 de mayo de 1610 en París (Francia), el fanático católico François Ravaillac, apuñala y mata a Enrique IV, rey de Francia. Luis XIII asciende al trono.
En la historia de Francia, Enrique IV es recordado como "el buen rey Enrique'", el soberano que puso fin a más de treinta años de guerras de religión, entre católicos y protestantes, y devolvió a Francia su prestigio, en el continente europeo.
Sin embargo, en su propia época, Enrique fue un monarca muy discutido, sobre todo por parte de los católicos más intransigentes, quienes no olvidaron nunca que el bearnés, fue el líder de los protestantes franceses, durante las guerras de religión y adoptó el catolicismo únicamente para obtener la corona de Francia, según su célebre frase : "París bien vale una misa". Además, una vez en el trono, Enrique IV desafió al vicario de Cristo y elevó a los más altos puestos, a muchos protestantes
Todo ello hizo que, a ojos de los sectores más fervorosamente católicos, Enrique IV fuera considerado un tirano, en el sentido clásico del término: quien adquiere o conserva el poder de forma ilegítima.
Esto significaba que todo católico tenía el derecho, el deber incluso, de matarlo, según la teoría clásica del tiranicidio. Hubo, así, una larga lista de conspiradores, que pretendieron acabar con la vida del monarca.
En 1594, un joven de 19 años llamado Jean Châtel, casi consiguió asesinar al monarca durante una audiencia en París; el rey resultó herido en el labio y el magnicida fue descuartizado dos días después. Dieciséis años más tarde, en 1610, otro católico exaltado, François Ravaillac, no fallaría en su intento.
La mañana del 14 de mayo de 1610, el monarca subió a su carroza, aparcada en el patio del Louvre. Sentado al fondo, el soberano no iba solo: los duques de Epernon y de Montbazon, Roquelaure, el general Lavardin, La Force, Mirabeau y el primer caballero Liancourt le acompañaban a bordo.
Poco después de emprender la marcha, al llegar a la angosta calle de la Ferroniere, dos grandes carretas cercaron el paso a la carroza real.
De repente, un sujeto desconocido se abalanzó sobre ella y puso el pie en uno de los ejes de la rueda trasera, justo en el lado donde estaba sentado el rey, asestándole una primera cuchillada letal, entre la quinta y sexta costilla, que seccionó la vena cava; el homicida volvió a hundir el cuchillo de doble filo, en el cuerpo regio, pero éste permanecía ya inerte y ensangrentado.
El asesino resultó llamarse Francisco Ravaillac, soltero de 32 años y vecino de la calle Angulema. El acceso al procedimiento judicial, cuatro siglos después, resulta hoy estremecedor.
Ravaillac declaró, con una pasmosa naturalidad, sobre el día del regicidio: "Salí de mi casa, entre las seis y las siete de la mañana y me fui a la Iglesia de San Benito, donde oí Misa". Necesitaba preparar su alma, para atentar contra el quinto mandamiento de la Ley de Dios.
Pocas veces en la historia universal, una sentencia de muerte resultó ser tan cruel y despiadada. Basta con reproducir un solo párrafo de la misma, dictada el 27 de mayo, para llegar a esa conclusión:
"El condenado será llevado a la Plaza de Greve, en una carreta, desnudo y en un cadalso que se levantará en ella, será atenazado en los pechos, brazos, muslos y pantorrillas,con hierros al rojo vivo, teniendo en su mano derecha el cuchillo con el que cometió el crimen, que será quemado con fuego de azufre; y se arrojará al reo plomo derretido, aceite hirviendo y resina derretida, junto con cera y azufre también derretidos. Hecho lo cual, su cuerpo será descuartizado, por cuatro caballos y consumidos sus miembros en el fuego.
Saldrán del reino sus padres, con prohibición de no volver a entrar jamás en él, bajo pena de ser ahorcados sin causa previa- Se prohíbe también a sus hermanos y hermanas, tíos y demás familiares llevar en lo sucesivo el apellido Ravaillac".
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