En los años cincuenta del pasado siglo, en mi tierra natal de Álora, los primeros días de vacaciones tras el curso escolar, tenían entre otros alicientes, el ir a bañarnos a “la nerisca” del río. Esto que te cuento – que en principio suena tan inofensivo- no estaba, sin embargo, exento de peligros.
En primer lugar, nuestras madres nos tenían terminantemente prohibido el baño al aire libre, antes de la fiesta de la Virgen del Carmen, y ello porque – según decían – “las aguas no estaban benditas hasta ese día”, por lo que nada bueno podía suceder de hacerlo antes.
En segundo, el Guadalhorce - donde se producía el baño - era un río de verdad. No, no es que desvaríe, el Guadalhorce sigue siendo hoy un río de verdad, es decir, tiene nombre, trazado por el terreno y es – como entonces era – un río de segundo orden, pero le falta lo más importante, el agua, que al hablar de un río es decir su vida.
Y por último, “la nerisca” - nombre que en mi tierra se da a una piedra usada para afilar cuchillos - era un sitio al que había que respetar muy seriamente. Se trataba de una gigantesca roca situada en uno de los meandros del río, en cuyo derredor la corriente había horadado unas enormes pozas plagadas de remolinos, que en más de una ocasión habían provocado algún que otro disgusto, e incluso accidentes mortales, a adultos imprudentes que los desdeñaron.
Pero la pandilla a la que yo pertenecía, debía - de seguro - tener un ángel de la guarda a jornada completa, pues jamás tuvimos ningún percance serio, pese a las muchas travesuras que en ella, y otros lugares hacíamos.
Hacia la nerisca se había que partir poco después de almorzar, ya que estaba a casi una hora de camino de casa, y además con una excusa plausible sobre donde íbamos, y ya en ella, nuestro deleite era arrojarnos de cabeza a los remolinos que el agua formaba en su base, pues la piedra se adentraba como el espolón de una galera, en el interior del cauce y nos servía de trampolín.
Como – por razones obvias - no podíamos volver con la ropa mojada, el chapuzón se hacía en pelota picada, lo que nos privaba de realizarlo en compañía de los elementos femeninos de la pandilla y al poco de zambullirnos, las frías aguas y la deficiente alimentación de la época, hacían que nos quedásemos ateridos y para entrar en calor, hubiésemos de tendernos al sol como lagartos, en la parte plana de la plataforma pétrea.
Luego volvíamos a casa, y tras cerciorarnos que nuestros cabellos estuviesen totalmente secos - pues esta era una de las señales que nuestras madres detectaban con facilidad - urdíamos una historia convincente sobre el destino de nuestra excursión.
Allí nos esperaba la merienda, generalmente a base de un tazón de leche caliente de cabra, y una rebanada de pan de pueblo generosamente untada de “manteca colorá” de la matanza.
Después, ya repuestos, buscábamos una parva de trigo o cebada – nunca de garbanzos por lo que solían picar - que aún no estuviese recogida, y muchas veces con permiso y otras sin él, jugábamos a buenos y malos en luchas cuerpo a cuerpo, sobre su mullida superficie.
A eso de las nueve de la noche, cuanto las gallinas se recogían, tras una cena en familia y las reconvenciones propias del día, nos mandaban a la cama temprano, sin que existiese a esto alternativa mi excusa posible, cayendo en ella extenuados.
Recuerdo que los niños de mi infancia - pese a carecer de casi todo - éramos felices, teníamos el espíritu alegre y desconocíamos el significado de la palabra depresión...
J.M. Hidalgo (Recuerdos de la infancia )
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