miércoles, 21 de septiembre de 2016

Matías

Se llamaba Matías Ortega Ruiz, y estaba total, absoluta, y maravillosamente loco.

En la Málaga de los años cincuenta del pasado siglo, en la que casi todo estaba prohibido, una de las distracciones de los paseantes, era la inconfundible imagen de Matías, y sus discursos cargados de fina ironía y de extrema agudeza, aunque al final de ellos, sus patadas en el suelo y su inevitable ¡¡Y lo digo yo ... lo dice Matías...!! a voz en grito, desvirtuasen todo lo que de inteligente había en sus palabras.

En los soleados domingos primaverales de mi tierra del sur, cuando en la calle Nueva o en Puerta del Mar, se advertía una aglomeración de gentes en derredor de alguien, solo había dos posibilidades: o un vendedor de estilográficas “Parker”a duro la unidad – más falsas que Judas Iscariote - o la inconfundible oratoria de Matías, congregando en su entorno a un público numeroso, entre sonriente y reflexivo.

Matías, no era un loco peligroso, Matías era un producto imperfecto - por causas psíquicas - del alma poética, romántica y pragmática de la gente del sur.

Su verbo era ameno, podía mantener discusiones con sus contertulios sobre religión o filosofía, que hubiesen sorprendido a un erudito, gustaba de la polémica, no se le conocía domicilio fijo, y se contaba - seguramente de manera incierta - que había sido persona de gran inteligencia y valía, al que un desengaño amoroso, sumió en una locura interminable.

A nosotros, estudiantes adolescentes de enseñanza media, nos encantaba pensar que eso era cierto, y cada domingo hacíamos nuestra particular excursión por las calles de la ciudad, en busca de Matías, para deleitarnos con sus genialidades, y reírnos con sus locuras.

Vivía de la caridad pública, y de todos reclamaba sustento y ayuda, al estilo de San Francisco de Asís, es decir, pensando que no era, ni mucho menos, afrentoso el hacerlo.

Cierto día, que como siempre deambulaba por las calles, se dirigió a una vecina, de él conocida, asomada a su balcón, en demanda de una aguja e hilo con la intención de coserse un botón, a punto de desprenderse de su raída chaqueta.

La mujer atendió a su demanda, pero la aguja acabó por perderse entre los adoquines de la calzada, por lo que Matías volvió a dirigirse a ella en los siguientes términos: -Mira, Antonia, para evitar que se pierda de nuevo, tírala pinchada en algo, por ejemplo... en un bocadillo de jamón.

En otra ocasión que - como casi siempre - se hallaba perorando en plena calle, desde uno de los balcones próximos, un grupo de seis o siete mujeres, le dirigían constantes frases de burla, con ánimo de provocar en él, una de sus imprevisibles reacciones.

Nuestro hombre, cansado ya, levantó la vista hacia ellas y mientras las miraba fijamente, a grandes voces les dijo:    - ¡No paro de pensar en una cosa...!   - ¿En que, Matías, en que…? - preguntaron las mujeres a coro. -¡Que no comprendo como no se viene abajo ese balcón, con tantas rajas como tiene...!

La frase - escandalosa en aquella época - hizo que las mujeres, con sonrisa de complicidad por haber logrado lo que querían, se retirasen al interior entre las carcajadas de los transeúntes.

Un día, Matías dejó de verse por las calles, después nos dijeron que le habían encontrado muerto, en la soledad en la que siempre había vivido. El loco genial de toda una generación, siguió no obstante viviendo en nuestra memoria y en nuestros comentarios, y aún hoy - tantos años después - recuerdo sus risas, sus locuras y sus ocurrencias.

Matías fue un loco genial, ingenuo e inofensivo, producto de una España cándida, reprimida y pacata, que por boca de personajes como él, se expresaba, soñaba y vivía.

J. M. Hidalgo (Gente Singular)

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