sábado, 10 de septiembre de 2016

Manolín: un loco singular

 MANOLÍN

En la ciudad castellana en donde residió hasta su muerte, Manolín fue siempre una institución viviente. No era ni pobre ni rico, ni guapo ni feo, ni alto ni bajo, eso en lo que se refería a sus condicionantes físico-sociales... en cuanto a lo concerniente a su estado de salud mental, los había que decían que era un vivales, mientras otras sostenían que se encontraba más loco, que un rebaño de cabras.

Manolín tenía – como casi todos los que padecen de alguna fisura en la azotea – rasgos de auténtica chaladura, combinados con otros de genialidad extraordinaria, lo que evidencia que los extremos se tocan, y que por ello, muchos genios han sido tenidos siempre por locos, mientras en otros casos ha habido locos de atar, catapultados a la categoría de genios.

En esta dicotomía nos encontramos siempre, cuando intentamos catalogar a nuestro personaje, por eso, en lugar de definirlo, prefiero que lo hagas tú – amigo lector – una vez sepas como se comportaba y actuaba.

Venía de familia de clase media acomodada, por lo que nuestro héroe vestía siempre muy decorosamente, con traje y corbata – si bien, y por lo general, esta última se daba en tortas con el color del primero – y durante los meses de invierno, con un larguísimo abrigo que casi le llegaba a los pies, y cuya parte inferior, no era extraño estuviese lleno de barro y suciedad, por la costumbre frecuente que tenía de sentarse, aún en plena lluvia, en medio de la calle, y preguntar a los transeúntes que tiempo hacia fuera, como si él - mientras se calaba de pies a cabeza - permaneciese aislado en una invisible cápsula.

Muchos domingos, nuestro personaje se dedicaba a regular el trafico, y para ello, se colocaba en la encrucijada de la plaza mayor, con un sombrero vaquero en su cabeza, una estrella de cinco puntas prendida en el pecho, y dos enormes pistolones de juguete al cinto.

A golpe de silbato ordenaba a estos seguir y a aquellos pararse, con más destreza que lo hubiese hecho un guardia urbano de profesión. Los conductores, que casi todos le conocían, obedecían los silbatazos y golpes de mano de nuestro hombre, y circulaban siguiendo sus indicaciones, actuando con tal pericia, que en la ciudad cuando no había atascos, se decía jocosamente “Seguro que hoy es Manolín, el que está regulando el tráfico”.

A veces se sentía filosófico y trascendente, y discutía con los transeúntes sus creencias sobre geografía o semántica, en cuyas afirmaciones era categórico, tachando de mastuerzo y zopento, el que no mantuviese sus mismas opiniones. Pontificaba que el hecho de que la tierra fuese redonda, era una tontería, porque según decía, si fuese así los del otro lado se caerían, o “tendrían que estar todos atados a postes” lo cual argumentaba, haría imposible su vivir.

Un día abordó a un parroquiano, con quien tenía confianza – aunque esto último nunca fue obstáculo para el comportamiento de nuestro hombre - y le espetó que tras arduas cavilaciones, había llegado al conocimiento profundo, de la etimología de la palabra Enocomato, que no era un lugar para comprar cosas, como se daba en decir, sino que la palabra se componía de dos “Eco”, que es el sonido producido por la voz en un espacio y “nomato” que – como su mismo  sentido indicaba - quería decir que no se mata, de lo que deducía brillantemente, que la palabreja - hoy mal usada - venía de la gran verdad, de que el eco no puede matarte nunca, por más que se intente.

La única salida, ante este o similares razonamientos, era decir, “tienes razón Manolín” porque en caso contrario, no quedaba sino aguantar sus improperios, que en público griterío, evidenciaba tu ignorancia del tema que fuese,  ante los demás transeúntes.

Otras veces solía gastar la broma del taxi, para ello acostumbraba a elegir, a una persona que no le conociera, porque los de la ciudad estaban todos al cabo de la calle de ella. Una vez elegida su víctima, normalmente un varón adulto, se encaramaba a su espalda de un salto, mientras le gritaba a pleno pulmón “Rápido, siga a ese taxi”, lo cual provocaba el desconcierto del que recibía la inesperada encomienda, y la carjada general de todos los que se hallaban en el lugar, ya que Manolín procuraba – cuando lo hacía – que el sitio estuviese lo más concurrido posible de gente.

Más de un pescozón recibió nuestro hombre, por este tipo de broma, que eran disparmente recibida por sus destinatarios, y la cosa hubiese pasado en más de una ocasión a mayores, de no ser por el resto de ciudadanos, que se aprestaban a explicar rápidamente al foráneo, el estado mental de nuestro personaje.

Pero junto a todos estos despropósitos, Manolín tenía rasgos de genialidad y en mi creencia, le tomada más el pelo al personal que ellos a él.

Tenía un perro parduzco, de raza indefinida, pequeño y vivaracho que solía acompañarle a todos partes y al que nuestro hombre había bautizado con el nombre de “Oiga”. Cuando más gente había en la plaza, o en medio de cualquier evento social, aparecía gritando a grandes voces “Oiga, Oiga” con lo que lograba que todo el mundo indefectiblemente mirase en su dirección.

Cuando había concitado el interés de todos, cogía el perro en sus brazos y preguntaba a los que miraban “¿Que es lo que pasa? ...¿no ven que estaba llamando a mi perro?... y dejaba a todos el mundo con un palmo de narices, mientras estos comprensivamente comentaban “Que le vamos a hacer, son las cosas de Manolín”... y nada más pasaba.

J. M.  Hidalgo (Gente Singular)

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