El momento más esperado de las fiestas de la Navidad, en mi casa de la vega de Álora, eran para mí, la
venida de los Reyes Magos.
En una familia como la mía, en que la ropa,
tras sufrir las necesarias transformaciones y ajustes, pasaba del
hermano mayor al menor – teniendo en cuenta que yo era este último - el
poder pedir lo que quisieras, gratis, y sin temor a que nadie dijese que
no podía comprarse, siempre me llenaba de ilusión.
Por eso, después de ser obediente los quince días anteriores a la venida
de sus majestades de oriente, preparaba una carta con una retahíla de
peticiones, de todo aquello que siempre había soñado con tener y no
tenía. Pero – como siempre suele ocurrir en la vida – una cosa es la
teoría poética y otra muy distinta la prosaica realidad.
Todo comenzaba, cuando mis progenitores, al único objeto de comprobar
“que no había puesto faltas de ortografía” – eso me decían - leían
atentamente la misiva, y uno de los dos, cuando no ambos, tras
advertirme que los Magos debían atender a muchos niños, me iban haciendo
el cuerpo a que era posible que por “falta de espacio en los camellos”
quizás no me trajeran alguna cosa.
Cuando llegaba por fin la noche fantástica y, con el pretexto de que si
sus majestades me encontraban despierto, era muy posible que pasasen de
largo, luego de haber dejado preparado un cubo de agua para que
abrevasen los camellos, así como un refrigerio para las augustas
personas, me hacían meter en la cama antes de la nueve, con
instrucciones precisas, de dormir profunda y rápidamente.
No había aún despuntado el alba, cuando saltaba del lecho, corriendo
como un poseso hacia los zapatos, colocados bajo la ventana, en donde
debían encontrarse de seguro, todas las cosas en la carta demandadas,
pero desgraciadamente, sus majestades año tras año me decepcionaban, por
lo práctico de su proceder.
Nunca faltaban - aunque jamás los pedí - unos pares de gruesos
calcetines de lana, primorosamente envueltos, así como alguna camiseta
de felpa y material para el colegio, pero de mi interminable lista de
peticiones, nada de nada.
Cada vez, no obstante, y lo pidiese o no, me traían un camión de madera,
con ruedas de idéntico material, sujetas a la estructura con clavos y
que no bien habían rodado, unos cuantos metros, se salían de sus
inseguros ejes, por lo que el resto de su existencia, había de jugarse
con él, arrastrando todo el armazón, por el suelo.
La explicación de mis padres, siempre era la misma; la culpa de no haber
llegado lo demandado, la tenía el río Guadalhorce - muy crecido por lo
general en aquellas fechas - que había arrastrado al vadearlo, parte de
la carga de los camellos, entre la que se encontraba – como no – todo lo
que yo había pedido.
Sin embargo un año ocurrió algo diferente a los demás. Cuando por la
mañana me lancé de la cama como un galgo, además de las consabidas cosas
prácticas de siempre, algo llamó poderosamente mi atención.
Estaba en el centro de la habitación, era mucho más alto que yo, de
color rojo amarronado, tenía su boca abierta y de sus ojos parecían
desprender chispas; el más bonito caballo de cartón que nunca viera,
había llegado – sin pedirlo – como regalo de los reyes.
El juguete me
pareció fantástico, tanto, que ni siquiera quise saber, la causa de cómo
no había recibido el resto de lo solicitado, aunque lo atribuí – como
siempre – al río y sus famosas crecidas.
Aún recuerdo las cabalgadas que, a lomos de mi increíble rocín realicé,
hora al frente de un batallón de soldados, hora como explorador en
tierras desconocidas o siendo el primero de una carrera de obstáculos,
en una fantástica hípica.
Aunque no podía dormir con él, porque el jamelgo no cabía en mi cama, si
que intenté vanamente hacerlo yo a su lomo, y era tanta la devoción que
por él sentía, que lo arrastraba por toda la casa, de la mañana a la
noche, para tenerlo siempre a mi lado, llegando incluso a hacerle
confidencias, como si de un ser animado se tratase, a las que – como es
natural – jamás me contestó.
Pero las cosas buenas duran poco, o al menos eso le parece al que las
vive. Una tarde me olvidé del juguete en el patio de la casa, con tan
mala fortuna que aquella noche descargó una tormenta típica de
Andalucía, en donde en poco tiempo caen sobre la tierra, decenas de
litros de agua y el cartón de que estaba hecho mi caballo, sufrió de
inmediato las inclemencias de la meteorología.
Por la mañana, mi rocín había engordado hasta límites increíbles, su
boca no estaba abierta, sino desencajada en una horrible mueca, y su
lomo tenía el doble de amplitud que de ordinario. Pero con ser eso malo,
no era lo peor. Sus orejas - siempre puntiagudas - apuntaban ahora
hacia el suelo dando al jamelgo un aspecto de total derrota, y una de
las patas – y poco más tarde las otras tres – se fueron torciendo
paulatinamente, hasta que acabaron por hacer caer al suelo todo su
cuerpo.
Estuve horas llorando ante los restos de mi juguete - que al poco era
una montaña de cartón mojado – mientras intentaba vanamente, que la
estructura volviese de nuevo a levantarse.
Tardé años en saber – prerrogativa y miseria de los niños de campo – que
los Reyes Magos no eran quienes siempre me dijeron, y lo aprendí, como
siempre pasa con estas cosas, de una manera brutal.
Había albañiles en casa, y uno de ellos, dirigiéndose a un peón poco
cumplidor de sus deberes, le dijo en tono sarcástico: “Anda niño... que
trabajas menos que los reyes magos... que lo hacen una vez al año, y
además es mentira...”.
Esta frase y, las explicaciones que sobre ella luego recibí, me
arrancaron de forma súbita y definitiva, para siempre de mi infancia.
J. M. Hidalgo (Recuerdos de infancia)
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