Durante la primavera del 1940 Francia había perdido sus mejores divisiones, careciendo casi en absoluto de fuerzas acorazadas.
La evacuación de Dunkerque fue vista por los franceses como una huida por parte de los aliados británicos, lo cual fue hábilmente aprovechado por la maquinaria propagandista alemana, que explotaron el sentimiento de abandono francés con una campaña de desmoralización fomentado tal sentimiento con el eslogan: "Los británicos lucharán hasta el último francés".
Cuando todo estaba en contra de Francia, la situación aún empeoró más, pues el 10 de junio, la Italia de Mussolini le declaró la guerra, aunque el efecto fue más moral que efectivo, ya que los italianos – tal y como fue su tónica durante toda la guerra - hicieron el más espantoso ridículo ante un ejército francés desmoralizado y derrotado, al no poder avanzar más que unos cuantos kilómetros en su territorio.
El 11 de junio - en pleno ataque alemán - Churchill viajó para reunirse con el Consejo de Guerra francés, con la única intención por su parte de asegurarse que la flota francesa no cayera en manos alemanas y, una vez obtenida esta garantía, dejó a los franceses totalmente solos y con todo el peso de la guerra en Europa, negándose al envío de aviones ingleses para colaborar en las tareas de defensa.
Ante esta perspectiva, las tropas alemanas avanzaron libremente por todo el norte y centro del país y el Segundo Grupo de Ejércitos Francés, - la única fuerza combatiente que quedaba en Europa - se rindió el 22 de junio, cuando los tanques de Guderian les acorralaron.
Mientras Francia firmaba una humillante capitulación, en el mismo vagón de tren en que Alemania firmó su armisticio al final de la Primera Guerra Mundial, los ingleses – como es tradición secular en ellos – se refugiaban en su isla, dejando a los europeos a merced de los nazis.
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