El conocido como “discurso de la infamia” fue pronunciado por el presidente Franklin D. Roosevelt al día siguiente del ataque a Pearl Harbor, ante el Congreso de Estados Unidos para pedir la declaración de guerra al Imperio de Japón.
Se conoce con ese nombre por la frase con que comenzaba: “Ayer, 7 de diciembre de 1941, una fecha que vivirá en la infamia, Estados Unidos de América fue atacado repentina y deliberadamente por fuerzas navales y aéreas del Imperio de Japón”.
El 1 de diciembre de 1941, el emperador Hirohito, aprobó la entrada en guerra contra Estados Unidos, Gran Bretaña y Países Bajos, pero considerando que el factor sorpresa era esencial en el éxito del ataque a Pearl Harbor, el gobierno japonés y el Alto Mando decidieron que presentarían la ruptura de relaciones con Estados Unidos, sólo media hora antes del inicio del ataque.
Así pues, el gobierno japonés envió el comunicado de la ruptura de negociaciones de paz, justo media hora antes del inicio del ataque, pero como la embajada japonesa tuvo problemas con el descifrado del documento, lo presentaron cuando hacía una hora que el ataque a Pearl Harbor había comenzado, aunque el presidente Roosevelt conocía su contenido, ya que los servicios de inteligencia lo habían interceptado y descifrado antes que la propia embajada japonesa.
La misma tarde, el gabinete del presidente, comenzó a preparar el discurso que Roosevelt iba a pronunciar ante el Senado y la Cámara de Representantes en sesión conjunta, y el presidente pidió que fuera un discurso corto, que no rebasara las quinientas palabras y que se centrara en el mensaje esencial para que llegara al mayor número posible de ciudadanos: que Estados Unidos había sido atacado por Japón por sorpresa, sin previa declaración de guerra y que Estados Unidos estaba dispuesto a derrotarlo costase lo que costase.
Tras el discurso, la declaración de guerra a Japón fue aprobada por el Congreso y el grito de batalla “Recuerda Pearl Harbor” galvanizó a todo el país y de repente, este singular territorio de islas en el océano Pacífico, se encontró inseparablemente unido a la narración patriótica estadounidense.
Tres días después del ataque, unos desconocidos talaron cuatro de los más grandes cerezos que había sido plantados en Washington, como símbolo de amistad entre Estados Unidos y Japón.
Un sentimiento anti-japones se extendió como un reguero de pólvora por todos los estados norteamericanos, clamando venganza contra el Japón.
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