lunes, 13 de junio de 2016

La escayola




No se, amigo lector, si alguna vez has tenido la oportunidad de conocer a alguien como Dámaso, pero por si no ha sido así, voy a intentar que lo hagas.

Tenía treinta y cinco años, y era ese tipo de persona que siempre es esperada en una fiesta, de forma que, hasta que no llega, no puede considerarse que esté completa.

El caso de Dámaso era por demás singular. Si asistía a una boda, despertaba más atención que el propio novio, si a un funeral, se acababa por hablar más de él que del difunto, y si se trataba de un bautizo, nuestro amigo, suscitaba mucho más interés que el neonato.

Se dedicaba a la venta de coches de ocasión, en una popular empresa, y esta actividad, le hacía ser conocido por media ciudad. Actuaba, además, como vocalista de un grupo musical de moda entre la juventud, que tocaba en juergas y saraos, lo que era motivo - más que sobrado - para que le conociese la otra media.

Pese a carecer de cargo alguno, ni ser adinerado, podía codearse con la flor y nata de la sociedad, que se mostraba siempre encantada con su presencia, en sus casas, fiestas y reuniones. Pero si gozaba de la amistad de los poderosos, no le iba a la zaga el predicamento con el que contaba entre las clases sencillas, pues su facilidad para cantar, tocar la guitarra, recitar o decir historias y - por tanto - ser el alma de cualquier reunión, le conferían el ser el más popular, entre los populares.

Una mañana, al bajar la acera, introdujo accidentalmente el pie, en un socavón de la calzada, estando a poco de dar con sus huesos en el suelo. Tras acordarse de la genealogía del señor alcalde - que es lo que se suele siempre hacer en tales casos - siguió en su caminar, sin dar mayor importancia al hecho.

No habían transcurrido ni diez minutos, cuando el pie comenzó a hinchársele hasta que no caberle en el zapato, y un agudo dolor impedirle caminar, casi por completo. Con paso renqueante se dirigió a un consultorio médico próximo, en la que el facultativo era - como no -  conocido suyo.

Tras unos minutos de palpación, y luego de hacerle unas radiografías, el galeno - con la suficiencia de que hacen frecuentemente gala los médicos en sus consultas - le explicó: .-Te esperan cuarenta días de vacaciones forzadas para conducir, pues tienes roto el metatarso y algunas de sus bases articulares, y has de permanecer con el pie inmovilizado, todo este tiempo.

Aunque Dámaso ignoraba, hasta aquel momento, tener semejante hueso en su cuerpo, pocos minutos después, el doctor le había ya colocado una hermosísima escayola, que le llegaba hasta la rodilla, y al rato, provisto de una muleta, salió a la calle. No había avanzado ni diez pasos, cuando ya le habían abordado más de quince personas, preguntándole  la causa de su mal.

Con su proverbial simpatía, nuestro personaje fue explicando uno a uno, el motivo del impedimento, y aunque intentaba hacerlo en la forma más somera posible, lejos de acabar, cada vez eran más los ciudadanos aglomerados en su entorno, que - unos por verdadero interés, y otros por ver que pasaba - repetían incansablemente la misma pregunta, cuya respuesta querían todos conocer, de propia boca de nuestro hombre.

Habían transcurrido más de dos horas, desde que abandonó la consulta, y aún no había conseguido recorrer ni doscientos metros, en dirección a su casa, y solo cuando pasaba ya un buen rato, desde que el reloj de la plaza hubiera tocado las cuatro de la tarde, logró, tras zafarse de los últimos conocidos, llegar a su domicilio, en donde - para colmo - su esposa, alarmada por la tardanza, estuvo a punto de un síncope, al verlo llegar tarde, muleta en ristre y escayolado.

Dámaso, una vez en casa, hizo un riguroso examen de la situación. Si en recorrer quinientos metros, había tardado más de cinco horas, ¿que le esperaba durante los cuarenta días, en que, por fuerza, había de ir enyesado? .La perspectiva le hizo poner los pelos de punta, y fue entonces, cuando una idea acudió rauda de su magín.

Sentado en su escritorio, y provisto de papel y pluma, estuvo escribiendo unos minutos, y una vez acabó, entregó el papel a su esposa, pidiéndola lo llevase a la imprenta, con las instrucciones que en el mismo escrito se daban. Poco después, un empleado llamó a casa de nuestro personaje, portando un paquete urgente, que una vez abierto y examinado, animó a Dámaso para salir de nuevo a la calle.

Estaba aún en el portal, cuando ya le habían asaltado dos vecinos, de su propia escalera, interesándose por su estado. Nuestro héroe no se inmutó lo más mínimo, y echando mano a su cartera de mano, extrajo de ella una hoja impresa, mientras decía:

 -Ahí está explicado, con todo tipo de detalles, lo que me ha sucedido, y también dice que me encuentro mucho mejor. Ahora discúlpeme, que llevo un poco de prisa - y mientras dejaba a su interlocutor enfrascado en la lectura, continuaba su marcha, mientras entregaba hojas y más hojas, a diestro y siniestro, a todos los que se aproximaban para preguntar.

La ocurrencia, que al poco tiempo era comidilla en toda la ciudad, se celebró como una genialidad más de Dámaso, aumentado aún más - si es que esto hubiese sido posible - su fama de persona ocurrente y divertida.

Pocos años después de lo que acabo de contar, supe que la esposa de nuestro hombre, había dado a luz cuatro hijos en un parto múltiple, y que tanto los recién nacidos como la madre, se encontraban en perfecto estado de salud.

No quise ni imaginar, lo que debió hacer en esta ocasión Dámaso, para poder explicar el suceso a toda la ciudad.  
                                                     
J.M. Hidalgo (Historias de Gente Singular)

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