Tras la toma de Úbeda en 1233, la capital estaba sentenciada, ya que presentaba un flanco casi desguarnecido y con fácil acceso a través del Guadalquivir.
El rey Fernando estableció su campamento en Alcolea, lo que hizo desistir a caudillo árabe Ibn Hud de enfrentarse con los cristianos y los habitantes de Córdoba, al tener noticias del abandono del rey moro, acordaron rendirse en buenas condiciones, pero Fernando III estrechó más el cerco privándoles de alimentos hasta rendir sin pacto a los defensores y sólo les respetó sus vidas y su libertad, perdiendo todas sus propiedades.
En la fiesta de Pedro y Pablo, los castellano-leoneses a la vista de todos, colocaron la cruz sobre el alminar de Abderramán III de la mezquita Aljama. La caída de la que fue capital de al-Andalus era más que un símbolo, la realidad de la eliminación de Islam como fuerza política de peso en la Península Ibérica.
Las consecuencias de la conquista se dejaron sentir de inmediato y después de firmar la capitulación, la población musulmana fue totalmente erradicada, sustituyéndose rápidamente con gentes cristianas llegados en masa de todas partes, animados por el reparto de tierras, hasta el punto que había muchos más habitantes que casas.
En la campiña, al entregarse voluntariamente las villas y castillos, permanecieron en ellos mediante pactos la mayoría de sus pobladores musulmanes, con administración de justicia, mezquitas y propiedades, limitándose los castellanos a tomar posesión de las fortificaciones y a repartirse las casas y tierras abandonadas por los fugitivos.
En las tierras repartidas se mantuvo el mismo tipo de propiedad y el rey castellano no hizo más que cambiar los nombres de los propietarios en las escrituras. Esta situación se mantuvo hasta 1263 a causa de su situación fronteriza con el reino de Granada que mantenía la zona en constante alerta.
Su carácter de zona militar influyó sobre la propiedad, proliferando los señoríos en todo el territorio.
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