sábado, 11 de junio de 2016

La cosaria


Durante mi infancia y adolescencia, aunque ya comenzaba su declive, aun vivían años de esplendor y es que la figura del cosario o la cosaria, fueron decayendo a la par que nuestro país evolucionó a la modernidad y el desarrollo.

En esencia eran personas que llevaban y traían cosas - de ahí su nombre - entre los campos y los pueblos y entre estos y la capital, habiendo algunos tan prestigiosos, que para sus comandas efectuaban viajes hasta a Madrid –  lugar mítico entonces - de donde podían traer encargos que solo allí había.
  
El vestido para la joven que iba a casarse, la medicina que no se encontraba en la farmacia local, los artículos de ferretería, la cubertería de fiesta, el traje para la primera comunión, y un millón de cosas más, eran traídas por encargo, en unas infinitas listas, que – de manera prodigiosa – ellos recordaban de memoria e iban repartiendo a cada uno en la forma solicitada,y, si por alguna razón ellos habían cambiado el producto demandado, al entregarlo se encargaban de cantar las excelencias del nuevo, haciéndolo incluso más deseable que el que él peticionario, había previamente encargado.

Los pedidos, se abonaban – generalmente - tras su recepción y en especie, por lo que las deudas eran cuidadosamente anotadas en una libreta de tapas duras, en las que perfectamente ordenados en columnas, constaban los nombres o apodos de los deudores y las cantidades que iban entregando a cuenta; huevos, animales de granja, frutas o granos, que una vez valorados, eran acomodados en el medio de transporte usado por el cosario para su comercio.

Hace tiempo oí una deliciosa historia de la época de gloria de los cosarios. Me contaron que –algunos de ellos – cuando llegaban a un caserío para hacer los pedidos, los iban anotando en trozos de papel, los cuales extendían luego en una mesa donde iban colocando las monedas entregadas a cuenta de cada cosa.

Más tarde aventaban la mesa con un soplillo de los usados para encender el fuego, hechos con una manopla de esparto, de forma que los que no tenían ninguna moneda encima caían al suelo, trayendo solamente los encargos que no volaban por impedirlo el peso del dinero, seguramente porque en más de una ocasión, se habían quedado con algún encargo sin cobrar.

Pero los cosarios no eran solo vendedores a domicilio, como de lo dicho pudiera deducirse. Los cosarios eran además – en una época en que las formas de comunicación resultaban escasas y difíciles – la voz y la noticia de los que estaban en otro lugar.

Él traía nuevas de los retoños que había tenido, o iba a tener, la mocita que se casó con uno de otro pueblo,o llevaba la talega - con el nombre bordado a punto de cruz - con la muda de la semana, para el estudiante que estaba en la capital y que a su través hacía llegar a casa la usada, o la noticia del mozo que estaba haciendo la mili en Badajoz...

Aunque no tenían oficina, todo el mundo sabía en que pensión o fonda se alojaban, y allí se les visitaba para encargarle algo o solicitar una información. Era la voz de la región para los que vivían lejos de ella.

Los cosarios fueron comunes en gran parte de España, pero abundaron mucho en Andalucía, y en mayor número en la provincia de Málaga, en donde hubo una auténtica cultura relacionada con esta figura, y aún hoy – hablado con gente mayor de aquellos lares – recuerdan las rutas e incluso los nombres de los que por una u otra razón, fueron singulares en la profesión.

María, que antes de cosaria había sido recovera, fue una de estas genuinas figuras. No era muy común el que las mujeres se dedicasen a la actividad, por un montón de razones. Trabajar fuera de casa, andar sola por los caminos, acarrear el peso que los encargos suponían y vivir cada día a salto de mata, hacía disuadir al sexo femenino de este oficio, pero en algunos casos, y tras vencer todos los obstáculos tanto personales como sociales, hubo algunas que lo ejercieron.

Era una mujer de considerable fuerza física, fino ingenio y grandes dotes para la persuasión y el acuerdo. Realizaba su trabajo en varios pueblos de la provincia de Málaga y se abastecía en la capital, a donde solía acudir dos o tres veces al mes, al objeto de materializar sus encargos.

Aquel día bajaba por la calle Cuarteles – llamada así porque en ella había tres establecimientos de estas características - arreando al borriquillo del que usaba para su negocio y que al haber concluido la ruta por la provincia, venía hasta los topes de productos del campo, algunos de los cuales llevaba colgados del aparejo del animal, entre ellos doce gallinas, que poco tiempo antes le habían dado en pago.

Estaba ya cerca del mercado del Carmen, en el barrio del Perchel lugar en donde se aprovisionaba, cuando le abordó un ciudadano que tras dar las buenas tardes, se identificó como empleado de la Protectora de Animales. – “Tengo que sancionarla – le dijo mientras se disponía a extender un boletín de denuncia – porque la forma en que lleva a estas pollitas, con la cabeza para abajo, supone un mal trato hacia los animales”

María, cansada después de una semana de andar de un lado a otro, se detuvo frente al empleado y con las manos en el cuadril, le espetó enérgica “Mira tú que pena...me multas a mí porque llevo estas pollas un rato cabeza abajo, y tú que llevas la tuya así desde que naciste, de eso no dices nada”.

Las cosarias de mi tierra – como puedes ver, amigo lector – eran mujeres de armas tomar.

J. M. Hidalgo (Historias de Gente Singular)

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