sábado, 4 de junio de 2016

La alberca



La semana pasada, fui como invitado a la casa de un amigo con posibles. Comenzaré diciendo, que el predio al que aludo, más que casa, es suntuosa mansión, de aquellas que, desde que pisas su zaguán, quedas sobrecogido, no solo por su arquitectura, sino por la magnificencia de los muebles con que sus estancias están decoradas, y por los tapices, cuadros y adornos, que de sus paredes penden.

Casi de puntillas, atravesé los no menos de novecientos metros en que se distribuía el palacete, y de admiración en admiración, llegué hasta el jardín de la heredad - que para mi así debieron ser los colgantes de Babilonia - llenos de gusto y refinamiento, con cuidados prados de verde césped, frondosos árboles, alegres fuentes, y coquetos paseos, acabados en íntimas glorietas.

Mi admiración llegó al súmmum, al descubrir una inmensa piscina, de azules y mansas aguas, de no menos de quince metros de longitud, por más de nueve de anchura, con más aspecto de sereno mar, que de charca donde calmar los ardores de la canícula.     

Sobre su borde, de fino mármol blanco, jugaban alegremente cuatro o cinco jóvenes, de entre dieciocho y veinte años - a mi parecer ninfas - que ataviadas únicamente con un escaso triángulo de tela, que a duras penas lograba ocultar sus más íntimas y pudorosas partes, saltaban lanzándose unas a otras, una pelota de vivos colores, y haciendo que, a cada salto, sus ya harto desarrolladas glándulas mamarias, que en absoluta libertad estaban, saltasen también como sus dueñas, en una gimnasia que forzosamente había de ser seguida por la vista, único órgano del hombre que  - para desgracia de este - con los años no envejece, a diferencia de lo que ocurre, con todos los demás.

Extasiado estaba con la contemplación de tan estimulante cuadro, cuando mi mente - como suele hacerme con frecuencia - huyó de mi, para retornar a la adolescencia, y recordar el lugar en donde, cuando tenía algo menos de edad, que las náyades que allí ahora brincaban, solía refrescarme de los calores del verano, y en donde pude contemplar - también por primera vez – el cuerpo de una mujer, mientras se bañaba.

Ciriaco, que tenía un pozo en sus tierras de la Vega de Álora, se había construido con su propia ciencia y manos, una alberca de cinco metros de largo, por más o menos los mismos de ancho, con ladrillos y argamasa, en donde almacenaba el agua, con la que regar sus huertos y frutales, en la época del estiaje.

Recuerdo bien, que la alberca de Ciriaco, era lo más parecido a una piscina que en mi infancia conocí, y sus casi tres metros de profundidad, me dieron más de un susto, en los primeros momentos de aprender a nadar.

Nuestro hombre, llenaba su balsa en junio y no la vaciaba hasta final del verano, reponiendo el agua que usaba, sin limpiar previamente el receptáculo, por lo que pasadas tres o cuatro semanas sin la aireación necesaria, el liquido empezaba a adquirir una tonalidad verde oliva, y a cubrirse de una fina capa de plantas acuáticas, por cuyo motivo, las zambullidas en ella, eran generalmente compartidas con ranas, y otros batracios, que usaban como vivienda, él - para ellos - acogedor embalse.

Cada año, allá por la Virgen del Carmen, cuando la alberca de Ciriaco empezaba a tener el aspecto descrito, solían nuestras madres levantar el banderín, permitiéndonos el chapuzón diario, ya que “desde ese día las aguas estaban bendecidas” y era por esas fechas, cuando se realizaba el baño de las mujeres.

Digo el baño, en singular, ya que no estaba en absoluto bien visto, que de forma regular, las mujeres se bañasen - ni aún solas - siendo causa de total escándalo, el hacerlo en compañía de hombres.

El baño femenino - que se realizaba con una bata o vestido de calle, a modo de bañador - estaba vetado a todo varón - no importaba su edad - que no podía aproximarse a menos de cien metros de la alberca, siendo celosamente vigilado el lugar por una fémina, demasiado mayor para tomar parte en las alegría acuáticas, pero lo suficientemente joven, para manejar eficazmente, una vara de las usadas para guardar pavos, con la que - caso necesario - mantenía a raya a cualquier desaprensivo mirón, que osase saltarse tan estricto fielato.

Cuando el campo se encontraba libre de indiscretos, comenzaba la ceremonia. Aunque eran varias las bañistas, la que más llamaba la atención era Pepita López, conocida en la comarca como “la Lopona” debido a la morbidez y abundancia de sus carnes, que se desparramaban allende sus vestidos en todas direcciones, llenando de humanidad todo su entorno circundante.
   
La afición que nuestro personaje sentía por el agua y el jabón, era más bien escasa, y el baño veraniego solía ser uno de los - como máximo - catorce o quince, que a lo largo del año se practicaba en su cuerpo, por lo que una vez había chapoteado y salido, de las ya de por si gelatinosas aguas, estas quedaban definitivamente polucionadas con los restos - tanto orgánicos como inorgánicos - que del cuerpo de “la Lopona” se desprendían.

Ocultos entre los árboles, los mozalbetes empezábamos a intuir las formas femeninas bajo los vestidos, que una vez mojados, se adaptan al cuerpo como una segunda piel, siendo infinitamente más excitante su visión, que si todas ellas hubiesen estado en bañador.

Una palmada en la espalda del anfitrión, que traía en su mano un refresco, me hizo volver a la realidad... Era verano, hacía calor, las ninfas seguían gritando y danzando tras la pelota, con sus jóvenes cuerpos brillando al sol... ellas y “la Lopona” tenían - no obstante - algo en común, todas eran mujeres.

Definitivamente - concluí para mí - había nacido demasiado pronto.

J.M. Hidalgo (Gente Singular)

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