domingo, 19 de junio de 2016

La mercería



Paquito – durante toda su vida – estuvo siempre pegado a unas faldas.

Al principio a las de su madre Doña Obdulia, mujer de recio carácter y tradicionales costumbres, que ya próxima a la edad madura, y cuando  había perdido toda esperanza, quedó embarazada de nuestro personaje al que crió en soledad, ya que su progenitor Don Serapio, murió antes de nacer el niño, al decir de algunos, víctima del supremo esfuerzo que su concepción le supuso, si bien esto – y como era natural – solo se comentó en los círculos de chunga, que en los pueblos se organizan, ante el más trágico de  los acontecimientos.

Doña Obdulia, educó a nuestro pequeño héroe, en el más estricto temor de Dios, y siguiendo los postulados de la Santa Iglesia, Católica, Apostólica y Romana, sin permitirle no solo que se saliese ni un ápice de su doctrina, sino que tampoco lo hiciera a la calle, para jugar con los niños de su edad, por lo que a los siete años recién cumplidos, Paquito no sabía ni lo que era jugar al escondite, y mucho menos a médicos, no obstante, conocía la letanía en latín de corrido, así como el ángelus, y un sin fin de oraciones y cánticos religiosos, que su madre solía enseñarle.

Con siete años, pasó a vivir bajo la tutela de otras faldas, esta vez las de los padres escolapios, en cuyo convento de la calle Trinquete, permaneció hasta cumplir los diecinueve, saliendo de él solo durante los veranos, en los que era guiado por su madre, por los más rectos caminos de la tradición y la ortodoxia.

La estancia de Paquito, y tan largo periodo de tiempo junto a los religiosos, solo logró hacerle aprobar -a trancas y barrancas - el bachillerato, y eso a base de esfuerzos y castigos, porque nuestro hombre no tenía demasiada inclinación hacia los estudios, y fueron los mismos clérigos, los que recomendaron a su señora madre, que sería mejor buscarle un trabajo, antes que perder tiempo y dinero, en intentar que cursara la carrera de medicina, sueño que de siempre tuvo su progenitora.

La cosa fue que, cuando a los diecinueve años salió del colegio, Doña Obdulia, empezó a deshojar la margarita, de cual iba a ser el futuro de su vástago, y mientras lo hacía, lo tenía con ella, en la mercería que había regentado de siempre, procurando mantenerle bien lejos de los tres males de la humanidad; el mundo, el demonio y sobre todo, la carne, y no por cierto la del puchero, sino la que andaba por las calles en forma de macizas muchachas veinteañeras, que Paquito, aunque nunca había ni soñado con catar, se imaginaba como sería el hacerlo.

Y en estos pensares se hallaban madre e hijo, mientras los años pasaban - como siempre - sin pedir permiso, cuando una tarde en que, como cada día, había acudido Doña Obdulia a la iglesia parroquial, en demanda de perdón por los pecados propios y  ajenos, en uno de sus arrebatos místicos, mientras se disciplinaba con sonoros golpes de pecho, quedó reclinada sobre uno de los bancos, para ya no volver a levantarse más, siendo encontrada por el sacristán, a la hora de cerrar el templo, más tiesa que un ajo, y aún con el misal y el rosario entre sus manos.

Cuando todo esto sucedió, nuestro héroe había cumplido ya los treinta, sin tener otra hacienda, ni más oficio ni beneficio, que la casa paterna donde vivía, la mercería, y la dependiente de la misma, Rogelia, dos años más joven que su difunta madre, es decir frisando ya los ochenta.

Paquito, por aquello de que hay que comer todos los días, no tuvo más remedio de disponerse a aprender el oficio de mercero, que en aquel tiempo - por tradición - era ejercido mayoritariamente por mujeres en proporción abrumadora. Y fue en su tercer día de trabajo, cuando sucedió.

En aquella época, las compresas higiénicas para uso femenino, aún no existían en su actual formato desechable, usándose para tan desagradable menester, paños de tela, que una vez usados se lavaban y volvían a reutilizar muchas veces, expidiéndose tales útiles de higiene personal, en las mercerías y no en las farmacias, como ahora sucede.

Una tarde Rogelia, hubo de ir al médico, y la visita se prolongó más de lo previsto, dejando a Paquito solo despachando. A media tarde, entró en la tienda Guillermina, rotunda joven de unos veinticinco años, hermosa y provista - en forma generosa - de todo lo que las mujeres han de estarlo para merecer el calificativo de espléndidas.

No era la primera vez que nuestro héroe veía a la muchacha, ni tampoco la primera que había tenido-  mientras la miraba - un pensamiento de esos, que su confesor y difunta madre, la habían dicho que no debía tener nunca jamás.

- Buenas tardes, ¿está Rogelia?
– dijo resuelta, mientras se acodaba en el mostrador, dejando entrever por su escote, su blanca y generosa pechera.- No, contestó Paquito, intentado inútilmente retirar la vista de la prominente ubre- ha ido al médico y no tardará, ¿puedo servirte en algo...?
Guillermina dudó unos segundos, pero la cosa debía ser apremiante, porque con media voz susurró, más que hablo. - Si... quisiera unos pañitos… Paquito, que los únicos pañitos de los que había oído hablar eran los de cocina, entró en la trastienda, para salir cargado con un paquete de estos... Ella pareció dudar... No, no es eso lo que quiero… argumentó. Nuestro hombre iba, poco a poco, tomando confianza en si mismo ¡Ah…! ¿los quieres blancos?  y al poco retornó con un nuevo fardo de paños de cocina de este color, que extendió sobre el mostrador.

-. No, es que no es tampoco eso lo que quiero..., yo lo que quiero son pañitos para la regla...,  acabó por decir, casi a media voz

-. ¿Para la regla...?, ¿para que regla...?
preguntó Paquito inquisitivo.

-.¡Para que regla va a ser..., pues la regla de las mujeres...! concluyó ella bajando aún más la voz.

Paquito la miró extrañado, porque jamás había oído semejante cosa ni en boca de su madre, ni en la de los hermanos escolapios, y acto seguido le preguntó -¿Pero las mujeres tienen una regla...?, ¿y donde la tienen...? - continuó entre curioso e inocente.

-.¡Pues donde la van a tener.... que cosas tienes Paquito...!
argumentó ella, mientras se ponía roja como la grana, sin que nuestro hombre comprendiese el motivo de tal rubor.

Como a los boxeadores a punto de besar la lona, a Paquito le salvó la campana, pues en aquel preciso instante, llegó Rogelia que se hizo cargo de la situación, despejando en un instante, el campo minado en el que se iba introduciendo peligrosamente nuestro amigo.

Con el tiempo, Paquito llegó a ser un buen mercero, amable y querido por sus clientas,  porque – según decían estas - había heredado lo servicial de su madre sin el carácter autoritario de aquella.

Pese a que desde ese momento y hasta su muerte, estuvo siempre rodeado de mujeres, Paquito, murió soltero y según decían los malintencionados – que siempre los hay – también virgen.

J. M. Hidalgo (Historias de Gente Singular)   

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