Todos los juguetes de infancia que recuerdo, han estado siempre vinculados a la tierra, porque en mi niñez, y en las circunstancias económicas de mi familia, no cabía otra posibilidad que esa. Cuando aludo a la tierra, quiero decir, que eran juguetes que se improvisaban con lo que había – que era casi nada – y en donde la imaginación desempeñaba el más importante de los papeles.
Jugar a vaqueros - cosa que habíamos aprendido leyendo “tebeos”, que era para nosotros la televisión de la época - se hacía montando en una caña, a la que en un extremo se ataba una cuerda a modo de brida, y ya estaba lista para la cabalgada. En cuanto al revolver, un ceporro de raíz de caña, o una rama de árbol curvada, era el más magnífico Colt 45 que imaginarse pudiera. El que disponía de una pistola de agua - con toda seguridad rota desde hacia tiempo - tenía casi sin pedirlo, el puesto del bueno.
El aro, guiado con un palo, o con una horquilla de hierro - hecha con alambre - era otro de nuestros juguetes más queridos. Generalmente procedía, del refuerzo metálico de los cubos domésticos, a la sazón fabricados de hierro o latón, ya que los de plástico - al que entonces se llamaba “plexiglás” - resultaban carísimos para las economías rurales.
Se hacía - como era natural - cuando estos habían acabado su dilatadísima vida activa, lo que ocurría tras haber sufrido mil y un remiendos por parte del “lañaor”, personaje, que – provisto de infiernillo y útiles para trabajar el estaño - pasaba periódicamente por las casas, y por unas monedas o - casi siempre - por comida, colocaba las lañas, o trozos de metal, con las que remendaba los utensilios domésticos, desde fuentes hasta cubos, pasando por tinajas, cuencos y un largo etc., puesto que – entonces – el valor del trabajo era mucho menor, que el de los utensilios en si.
Lo que se precisaba para el juego de la rana en el río, no era más que unas piedras, lo más planas posibles, que arrojadas sobre el agua, se deslizaba a saltos sobre la misma – de igual forma a como lo haría un batracio - puntuando tanto el número de saltos dados antes de hundirse, como la distancia total alcanzada.
Solíamos también jugar a la billarda, que no tenía que ver con el artilugio del mismo nombre usado para coger lagartos, aunque era una variante obtenida a partir del mismo.
Consistía el juego en colocar dos piedras de igual tamaño, que levantasen un palmo del suelo, y sobre ellas un palo de unos veinte centímetros de longitud apoyado por sus extremos, esa era la billarda.
Luego con otro más largo, se daba un golpe seco en la parte interior del pequeño, de forma que este saltase hacia arriba, momento en el que – ya en el aire - se golpeaba, con toda la fuerza de que se era capaz, pues el objeto del juego, era conseguir - de un solo golpe - lanzarlo lo más lejos que fuese posible.
Luego otro de los jugadores - para evitar trampas - medía la distancia, entre el lugar del impacto y el punto en que había ido a caer, utilizando para tal operación la vara usada para golpear. El que más lejos conseguía lanzarla – medido en número de varas - era el ganador del juego, para cuyo logro se disponía de tres tiradas.
Como en todo en la vida, en esto había sus artistas y sus inútiles integrales. Niceto pertenecía a la categoría de estos últimos, habiendo en muchas ocasiones, agotado sus tres posibilidades de tirada, sin conseguir dar, ni un solo golpe en la billarda.
Aquella vez - eran las cuatro de la tarde, de un gélido día de mediados de invierno – y estábamos jugando al abrigo de una suave colina, a cuyo lado opuesto pasaba la vía del ferrocarril, por lo que compartíamos la diversión de las jugadas, con la visión de algún tren, que en contadas ocasiones pasaba.
Faltaba ya poco para concluir la partida, pues Guillermo - uno de los virtuosos de siempre - en un inspirado lanzamiento, había logrado la friolera de cincuenta y dos varas, lo cual parecía a todos inalcanzable.
Estaba nuestro personaje, ya casi celebrando su victoria, pues solo faltaba por tirar Niceto, que - en el caso de que lograse acertar el golpe - nunca antes había alcanzado, ni la mitad de la distancia, lograda por el casi seguro vencedor.
El primer intento fue fallido, en el segundo - debido a su patosidad y torpeza - incluso tropezó consigo mismo, estando a punto de caer al suelo. Todos daban por acabado el juego, cuando a la tercera tentativa, y casi por casualidad, la vara de Niceto se encontró en el aire con la billarda, y el impacto fue tan terrible, que esta voló sobre la ladera de la colina rebasándola, hasta desaparecer tras ella.
La sorpresa cundió entre los jugadores, mientras el que ya se consideraba ganador, corrió cerro arriba al objeto de comprobar la distancia alcanzada. Desde la cima de la loma, y a voz en grito, exclamó mirándonos a todos. ¡Quinientas varas...!
Extrañados y sorprendidos, corrimos todos hacia el lugar, y desde la cúspide del montículo pudimos ver, como la billarda se alejaba sobre el techo de un vagón de pasajeros del tren expreso, que – camino de Madrid - pasaba por la vía en aquel momento.
Todos quedamos en silencio, mirando alejarse el convoy, mientras nuestro amigo seguía gritando a pleno pulmón, continuando así hasta que el penacho de humo de la locomotora, se fue perdiendo lentamente en la distancia, ¡¡Treinta mil... Cincuenta mil... Un millón de varas...!!
Niceto, pese a que en ninguna otra ocasión, volvió a dar – ni por casualidad - un golpe certero a la billarda, quedó no obstante, como campeón absoluto del juego, por siempre jamás.
J.M. Hidalgo (Historias de Gente Singular)
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