miércoles, 1 de junio de 2016

Juegos de niños

 

En la infancia de la que guardo recuerdo - primeros años de los cincuenta del pasado siglo - los niños de la clase social a la que yo pertenecía, no poseíamos otras diversiones distintas a las que nuestra imaginación nos proporcionaba.

No obstante, los que tuvimos la suerte de vivir en el campo, disfrutábamos durante todo el año, de un cúmulo de experiencias y posibilidades. En primavera la búsqueda de nidos y lagartijas, en verano las largas caminatas hasta el río para bañarnos, en otoño las luchas de buenos y malos entre las rastrojeras, en invierno las hogueras encendidas al atardecer... En realidad, mentiría si dijese, que la infancia que yo recuerdo fuese - pese a carecer de casi todo - en absoluto infeliz.

Pero esas actividades que acabo de describir, eran - por así decirlo - estacionales, había otras sin embargo, que se desarrollaban en todo tiempo, y que constituían la base de nuestros distracciones, como el juego de los médicos, y el de las adivinanzas.

Las primeras lecciones de anatomía práctica, las aprendimos en aquellas tardes de verano, cuando dentro de un cobertizo - para huir de miradas indiscretas - un niño hacía de médico y una niña de paciente  - o a la inversa - y mientras el “enfermo”, decía al “doctor” los síntomas de su mal, este iba palpando y - para un mejor diagnóstico - despojando de su ropa al paciente, mientras el resto, permanecían atentos a ambos, y prestos a ocupar su lugar, en cuanto hubiesen terminado el examen, para continuar con otro.

Debo aclarar, para aquellos que no hayan jugado nunca a médicos y por esta razón puedan albergar - al leer lo que cuento - algún pensamiento pecaminoso, que nada hay más lejos de la realidad, y la prueba está, en que pudimos practicar este juego, hasta que tuvimos siete u ocho años, pues a partir de esa edad - tanto a pacientes como a galenos - nos pasó, lo que dicen les ocurrió a Adán y Eva, cuando se comieron la famosa manzana, y fue que nos dimos cuenta, de que teníamos un cuerpo, porque habíamos perdido - desgraciadamente - nuestra inocencia.

No obstante, el mejor de los juegos, era el las adivinanzas. Tenía tanta importancia entre nosotros, que para pertenecer a la pandilla - que constaba de diez o doce integrantes de ambos sexos - era preciso haberlo superado con éxito, acertando algunas, de las tres o cuatro que el grupo proponía, al que quería pertenecer a él y que eran más o menos complicadas, según el interés en admitir al nuevo socio, en nuestro colectivo.

El caso de Rubén, fue de considerar por todos. Llegó de la capital a comienzos de verano, alojándose en casa de un tío suyo que vivía en la comarca, y al poco inició su aproximación a nuestro grupo durante una apacible tarde, mientras nos revolcábamos en feroz lucha cuerpo a cuerpo, en la cálida paja de una parva de trigo.

Tenía el cabello rubio, y más largo de lo normal, hechos ambos que nos llamaron poderosamente la atención, en primer lugar porque todos nosotros éramos de un color moreno agitanado, acentuado además por las muchas horas que pasábamos al sol, y en segundo porque nuestros padres, con intención  por una parte de ahorrar, y por otra de evitar que pudiese instalarse en nuestras cabezas, alguna congregación de molestos inquilinos, cuando nos mandaban al barbero, daban a este claras instrucciones, para que la máquina de pelar, actuase lo más próxima posible a nuestros cráneos, órdenes que el fígaro, cumplía en su forma más estricta y rigurosa, de forma que cuando escapábamos de sus manos, únicamente sobresalían de nuestras cabezas, las orejas.

Pero sigamos con Rubén. Ya sea por lo que acabo de decir, o quizás por el acento de su voz, y la finura de sus palabras, la cosa fue que - aún sin admitirlo como uno más del grupo - empezamos a oír sus relatos, sobre cosas de la lejana ciudad, que a todos nos extasiaban.

Nos llegó a decir, que junto a la ciudad estaba el mar, que era como el remanso del río Guadalhorce donde nos bañábamos, pero sin fondo ni fin, ya que todo lo que la vista daba, lo formaba el agua y que en esa agua - y esto último no lo creímos jamás - habían barcos, tan grandes como casas, que se movían de un lugar a otro llevando gente encima.

A pesar de que todos pensábamos que Rubén era un embustero de marca mayor, una tarde reunidos en cónclave, decidimos que debíamos admitirlo en la pandilla, aunque como era lógico, tras someterle, al obligatorio examen de las adivinanzas.

Como la opinión general era de aceptarlo, no se hizo caso - por difícil - a la propuesta de Paco, que optaba por preguntarle aquello de… Es tan alto como un pino, y pesa menos que un comino. Por eso se siguió la sugerencia de Inés, mucho más moderada, que rezaba… Por un camino muy oscuro va caminando un bicho, y el nombre del bicho, ya te lo he dicho. Rubén miró a su examinadora, y expuso categórico.- Tú no me has dicho ningún nombre.

Se bajó aún más el listón de la dificultad, y Paco expuso… - Oro parece, plata no es. La cara de nuestro amigo permaneció impasible, mientras se quejaba de lo difícil del acertijo.

Nos miramos todos con desconsuelo, y al solo objeto de salvar las formas, le pregunté la adivinanza, de la que el grupo - por lo fácil - había sentido siempre vergüenza en formular… -Blanco es, la gallina lo pone, con aceite se fríe, con pan se come, y a la calle se tiran los cascarones...

Rubén, pareció por fin sonreír, con síntomas de conocer la respuesta, lo que - de paso - nos tranquilizó a todos, y mirándonos con sus grandes e inexpresivos ojos, preguntó: ¿Cuantas patas tiene...?

Acabado el verano, no volvimos a saber nunca nada más de Rubén, pero desde aquel mismo día, perdimos definitivamente el respeto que de siempre, habíamos sentido hacia los niños de ciudad.

J.M. Hidalgo (Historias de Gente Singular)

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