EL CANTO DEL GALLO
Cuando por vez primera lo oyó, creyó estar teniendo una de aquellas ensoñaciones que le llevaban a su época de infancia. Acababan de dar las cinco de la madrugada y era imposible que en medio de la gran ciudad cantasen los gallos.
No había aún conciliado de nuevo el sueño cuando, ahogado en la lejanía, volvió a oír - como preludio de la mañana- aquel canto de nuevo. Era un grito solitario, sin la respuesta de otros gallos que contestasen, mostrando así su aspiración al puesto de macho dominante.
Juan recordaba que en su infancia, los gallos establecían luchas entre ellos. Primero cantaba uno, luego se sumaba otro, más tarde un tercero y al poco - casi por turnos – iban contestándose unos a otros en un diálogo - incomprensible para los humanos - que determinaba su jerarquía y territorialidad.
Tal como hacía de niño, se refugió bajo la manta, buscando que el arrullo de aquel lejano grito consiguiera de nuevo hacerle dormir. Pero, al no encontrar con quién rivalizar, el solitario gallo enmudeció enseguida.
A la mañana siguiente, mientras desayunaba lo comentó con su mujer, que - nacida en la ciudad - le miró en silencio con gesto compasivo, pensando que todo era solo fruto de sus recuerdos. Desde aquel día, Juan esperaba cada madrugada oír aquel sonido que le hacía rememorar idílicos tiempos de infancia. Hasta que un día inesperadamente, el gallo dejó de cantar...
- Eso es una de tus “neuras” - le espetó su esposa cuando días después se lo dijo – ¿Como iba a haber un gallo aquí..?, Son solo manías tuyas...
Juan no la contradijo. Con su mujer se perdían las discusiones incluso teniendo argumentos sólidos, cuando más en este caso en que no había más evidencia que un lejano canto que – al parecer - solo él había escuchado. Por eso, se propuso indagar por su cuenta sobre su alado amigo.
Fue por casualidad que mientras paseaba, tras el seto de un jardín, oyera el cacareo característico de unas gallinas y sin dudarlo, tocó el timbre de la verja. La cancela de hierro se entreabrió, dejando ver la cara de un anciano de rústico aspecto que cuidaba del jardín, ahora convertido en huerto.
- Perdone señor – dijo Juan - me ha parecido oír cacarear unas gallinas... ¿Tiene usted un gallo que suele cantar por las noches...?
El hombre con mal disimulada contrariedad respondió - El gallo está muerto. Debí sacrificarlo cuando me denunciaron porque decían que escandalizaba de madrugada... -¿Es que le molestan a usted también las gallinas...? indagó irónico.
- Todo lo contrario – respondió Juan - ese canto me traía bellos recuerdos de niñez. Lo preguntaba solo porque hace noches que no le oía, y no puedo conciliar desde entonces el sueño...No sé, como si me faltase algo...
Luego, vencida la desconfianza, el anciano le refirió que había debido dejar su casa en el campo para vivir con su hija trayéndose con él los animales porque eran un trozo de su vida, pero había comprobado que ellos eran incompatibles con la ciudad.
Hace unos días poco antes de amanecer, Juan volvió a oír de nuevo otro gallo lanzar al aire su solitario grito de desafío. No se hizo ilusiones.
Seguramente - pensó - ya se habría vuelto a poner de nuevo en marcha la maquinaria inquisitorial humana, para propiciar en breves días su sentencia de muerte...
J.M. Hidalgo (Cosas de la gran ciudad )
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