domingo, 10 de julio de 2016

Gente Singular (Lázaro)

 
LÁZARO

Seguramente – amigo lector – si eres asiduo de estas historias, ya estarás familiarizado con Tino, pues no es la primera vez, ni tampoco la segunda, que traigo a colación su nombre en estos cuentecillos, porque desde hace años, siente inclinación por leer las anécdotas que escribo, así como también, por facilitarme material para componer otras, aunque en muchos casos, me las da ya, prácticamente escritas.

Para reconocer las historias que cuenta, hay un procedimiento muy sencillo, si adviertes que una rebosa sensibilidad, humanidad, ternura, y que trata a los personajes con amor y delicadeza, esa – sin duda – me la ha referido él.

Pero dejemos de hablar de Tino – de cuya amistad me precio – ya que su natural modesto, rehuye siempre de loas y aún de referencia a su persona, y centrémonos en la historia que – una vez más – hoy me ha narrado, y que sucedió - como casi todas las que refiere - en su Granada natal, ciudad de la que siempre estuvo y continúa enamorado.

Estoy persuadido, de que Tino, jamás morirá de una dolencia cardiaca, porque es imposible morir del corazón cuando se carece de él, y el suyo, bien lo sé, se encuentra prendido - desde hace mucho tiempo - de las torres de su Alhambra granadina.

Los hechos ocurrieron en la década de los años cuarenta del pasado siglo, reciente acabada nuestra última contienda civil, tiempos de hambre, represión y miseria, donde la Iglesia – institución valedora del régimen que detentaba el poder – era, por ello, un valor de alta cotización social.

Su nombre era Lázaro, y ejercía de sacristán, en la parroquia de San Juan de Dios, situada justo enfrente de la calle Mano de Hierro, nombre que – por cierto – no podía ser más oportuno, a los tiempos que corrían.

La parroquia tenía dos singularidades, la primera que su presbiterio estaba presidido por una imagen de San Juan de Dios, con la mano extendida y un dedo señalando al cielo, y que era conocida por mucha gente - allí y en otros lugares de Andalucía - como la “estatua del deo tieso”.

La otra, y no menos importante que la primera, era la figura de Lázaro, sacristán del templo desde hacía años, cuya singular humanidad era conocida en toda la ciudad.

De baja estatura, calva acentuada, y orondo aspecto, iba siempre vestido con una bata de color marrón - seguramente para mejor disimular las manchas - que, conjugada con su rechoncha complexión, le daba el especto de un tonel de roble, de los usados para guardar el vino.

Además de las labores propias de su oficio parroquial, Lázaro ejercía como portero y celador de la instalación, así como hombre de la limpieza, de suelos, púlpitos y  estatuas.

Cada domingo, y en misa mayor, nuestro hombre sacaba siempre de la sacristía en donde los tenía celosamente guardados, los reclinatorios del templo, que facilitaba a las feligresas de mayor edad, con cuyo servicio obtenía – tiempos de miseria – algunos céntimos, en el mejor de los casos.

No obstante, no guardaba Lázaro para él, la escasa remuneración, sino que le servía como complemento a la labor social -que puertas afuera del edificio religioso- nuestro hombre realizaba.

Frente al templo, había entonces unas afamadas bodegas llamadas las tres M, en las cuales, cada víspera de festivo se “recogían” hasta altas horas de la madrugada, los amantes de los caldos de Baco, que por poco dinero, trasegaban a sus desconsolados estómagos, vinos peleones, que realizaban efectos demoledores en los ingirientes, y a la mañana siguiente, aparecían desperdigados a su puerta, algunos con serios efectos sobre su salud debido al relente de la coche, y más de uno con la cabeza “escalabra” por una caída accidental debido a la curda.

Su primera labor del domingo, era la de recoger de la calle a los durmientes – todos en estado penoso - a los que tras lavarlos en una fuente pública que allí mismo había, trasladaba al hospital de San Rafael de la capital Granadina, en donde – además de los borrachos – hacía también entrega de las monedas de su servicio de reclinatorios, para incentivar así su cuidado y atención.

Pero no todo el mundo, juzgaba de forma plácida su proceder, Romualda, su mujer y sacristana adjunta, no compartía las costumbres samaritanas de nuestro personaje, y se pasaba el día rezongando y criticando el hacer de su marido, ya que según ella, a otras actividades más productivas, debía dedicarse.

Nuestro héroe, sin contradecir nunca directamente a su costilla, pues ya es sabido que si tu mujer te pide que te tires por la ventana, ruega vivir en una planta baja, contestaba a sus demandas, siempre de idéntica forma.

- No te preocupes mujer, que yo dejaré de hacer esto, en cuando San Juan baje el “deo.”

Lázaro, hace ya años que desapareció, de igual forma a como lo hizo la figura del sacristán en las iglesias, pero si algún día - amigo lector - te acercas a la parroquia de San Juan de Dios, de Granada, podrás contemplar como la estatua del santo situada en el altar mayor, continúa – impasible - con su dedo señalando a las estrellas.

J.M. Hidalgo (Historias de Gente Singular)

No hay comentarios:

Publicar un comentario