jueves, 14 de julio de 2016

Leyenda de Granada

 


Tras mucho insistirle para que me contase alguna historia – por fin - un día, mi buen amigo Tino - conocedor de miles de ellas - me sorprendió con una hoja mecanografiada, en que lo hacía, y al leerla, tuve la grata sorpresa de encontrar, un delicioso poema escrito en prosa.

La historia aconteció en Granada, en donde todo lo fantástico es posible. Su personaje se llamaba Manolo, y vivía pobremente en los bajos de una casa de la calle del Moro Yanguas, en pleno corazón del Albaicín granadino. Era pequeño, renegrido por el tórrido sol andaluz, y por estar todo el día viviendo a la intemperie, aunque él atribuía su color, a la mucha sangre árabe, que  - según decía -corría por sus venas.

Para comprender a la perfección la vivencia de Manolo, se hace necesario saber antes, quien era el “moro Yanguas”, que daba nombre a su calle, y que forma parte de la más pura tradición de las leyendas de la ciudad, en donde estas tienen vida propia. Se cuenta, que Mohamed Ali Yusuf, conocido como el moro Yanguas, fue uno de los últimos gobernadores de Granada - benefactor de la ciudad - durante el reinado del postrer monarca Nazari, Boabdil “el chico”, pues bien, Manolo, se jactaba de estar emparentado con tal personaje, y aún ser descendiente directo suyo.

Trabajaba como “fotógrafo” de turistas, a las puertas de la Alhambra, aunque si se analizaban con detenimiento sus útiles de trabajo, sus fotos tenían más de magia que de ciencia, pues no se comprendía como, con el equipo técnico con que contaba, pudiese imprimir alguna imagen. Con tres cañas cruzadas, y atadas entre si con hilo de bramante, había construido lo que él daba en llamar su trípode, sobre el que colocaba una caja negra – también de su invención – que le servía como cámara fotográfica, en uno de cuyos lados, y a modo de lente, había acoplado el cristal de unas gafas graduadas, rotas tiempo atrás.
   
Llevaba siempre, un cubo de agua de un aljibe del Albaicin, que él sostenía tenía propiedades como revelador, y así debía ser, ya que con tan escaso laboratorio, se apostaba cada mañana ante la puerta del majestuoso palacio granadino, en donde ofrecía a los turistas sus servicios de fotógrafo, poco menos que por la voluntad, y lo milagroso de todo esto era que sus fotos - aunque en blanco y negro y tono amarillo sepia, desde el mismo momento en que las hacía – eran compradas por estos, que al observarlas, tenían la impresión, de que su visita al palacio árabe, se hubiese efectuado  muchos años atrás.
   
Toda la impedimenta descrita, era transportaba por nuestro hombre, en su vehículo, formado por dos viejas ruedas de bicicleta, unidas por un eje metálico, y sobre el que había colocado un tablón de madera, rematado con un palo en uno de sus extremos, como volante y timón del artilugio.
   
Una vez acabada su jornada laboral, de siete días a la semana, y desde antes de la llegada del primer turista, hasta después de la marcha del último, Manolo, que invierno y verano vestía casi la misma ropa, ya de tiempo descolorida, por el inclemente sol del sur, recontaba el pequeño capital obtenido con su humilde industria, y cuando regresaba a su calle, toda la chiquillería salía a recibirle, para compartir con él las monedas, que atendían no solo a su sustento, sino al de los otros necesitados del entorno.
   
Manolo, que no tenía ningún familiar conocido, era – además - un auténtico samaritano, pues igual cuidaba de un enfermo, que ejercía el oficio de lañador –  naturalmente gratis – a cualquier comadre que tuviese sus cacharros en mal estado, relatando de forma incansable, y mientras hacía lo que fuese, su parentesco directo, en líneas familiares que sabía de memoria, con el mítico moro Yanguas del siglo XV.
   
Una mañana, como tantas otras, mucho antes de que los primeros rayos del sol, vistieran de oro las torres del palacio de la Alhambra, cargó en el artesanal vehículo, su singular laboratorio fotográfico, y enfiló camino abajo la Cuesta del Chapiz, en dirección a la Alameda de los Tristes, hasta recalar en el bar de las Chirimías, donde calentó el estómago con un café con leche. Iba Manolo a aquel bar, porque en él tenía barra libre para sus desayunos, debido al hecho de que nuestro hombre, era fotógrafo “oficial” de la familia que lo regentaba.

Reconfortadas sus desconsoladas tripas - que no habían ingerido nada desde la noche anterior - continuó disfrutando del paseo de su Granada, aún con soledad en las dormidas calles. Pasó por la Carrera del Darro, hasta desembocar en la Plaza Nueva, en donde solía tomar un trago del agua fresca de su fuente, y subiendo luego por la cuesta de Gomérez, concluyó la caminada a las mismas puertas de la Alhambra, lugar de su diario trabajo.

Lo que sucedió a continuación entra a formar parte del acervo de las leyendas de Granada... lo presenció Luis, el guardián del palacio nazarí, que abría sus puertas al público cada mañana. Estaba en esta labor cuando arribó hasta allí un fantástico coche “-Era un “haiga” (1) negro, con ribetes de plata en la carrocería – contó luego – de él bajó un hombre alto, moreno, tocada su cabeza con un blanco turbante, en el que lucía una joya, que relumbraba herida por los nacientes rayos del sol, y cubierto, casi hasta los pies, con una hermosa chilaba, hornada de fina pedrería...”  
   
El personaje se acercó a Manolo que, embobado miraba el lujo del recién llegado, y con voz muy queda le dijo “Me llamo Ramal Yanguas, soy tu primo, y he venido a buscarte... vente conmigo a casa”.

Manolo no lo dudó ni un instante, y dejando abandonadas en la calle todas sus pertenencias, entró en el fabuloso automóvil, y este, en silencio, enfiló lentamente la cuesta de Gomérez, y luego de pasar por el Generalife, se perdió de la vista, tras de la imponente figura del hotel Palace.
   
Nadie vio jamás otra vez a Manolo, aunque su recuerdo perviviría siempre. Desde ese día y durante meses, a la oficina de correos de la calle Reyes Católicos, fueron llegando giros postales, con sustanciosas cantidades de dinero, dirigidos a los más necesitados de la calle Yanguas, y cuyo remite – sin dirección alguna - era siempre el mismo, “Manolo, el fotógrafo”.    

Después de quinientos años, nuestro héroe, había encontrado - por fin - sus tan ansiadas raíces, y en la mágica ciudad de Granada, había nacido - por enésima vez - una nueva leyenda.

J.M. Hidalgo (Historias de Gente Singular)


(1)  “haiga”: expresión andaluza usada para describir un coche de lujo, tomada de un nuevo rico, que al ir a comprarse uno, dijo al vendedor; “Yo quiero el mejor que haiga...”       


               

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