miércoles, 6 de julio de 2016

Las granadas

 

Como ha sucedido con otras muchísimas cosas, hace muy poco tiempo que han descubierto las granadas.

Ahora, si accedes a Internet y te interesas por el subtropical fruto, encuentras páginas enteras dedicadas a alabar sus cualidades, ya sean estas culinarias, o las que desde el punto de vista de la salud supone el comerlas, de forma que – tal y como sucede con otros productos – parece que si no tomas cada día alguna, tu lozanía peligra, pues casi todo se cura con su ingesta.

Tiempo hubo no obstante, en que algunos hortelanos, sembraban los granados en lugares de difícil acceso y generalmente en las lindes de sus heredades, pareciendo que lo hacían, más con la pretensión de no ver al vecino, que con la de recolectar sus frutos, que en muchas ocasiones reventaban en las ramas, al haber superado el tiempo de su maduración, sin que nadie les hiciese demasiado caso.

Bueno, nadie exactamente no, los chavales teníamos a las granadas como los frutos del otoño, y en muchas ocasiones, bastante antes de que madurasen, ya habíamos comido algunas, con el consiguiente disgusto en forma de cólico, cuya causa nuestras madres sabían distinguir a la perfección, con el simple procedimiento de hacer que le mostrásemos las manos, pues las granadas – al descortezarse - dejan la piel, de un color amarillo pajizo, siendo inútiles cuantos esfuerzos hagas por librarte de él, hasta pasados unos días.

Nosotros conocíamos de sobra la ubicación de los árboles y las diversas variedades del producto, ya que aunque parezcan idénticas, estas frutas se dividen en tres clases bien distintas y a ellas se hallaban ligadas nuestras preferencias.

El primer lugar lo ocupaban las dulces, naturalmente nuestras predilectas y de las que pocas llegaban a su granazón, pues eran comidas antes por la chiquillería. En segundo – y cuando no había a mano ninguna de las anteriores – teníamos las de layo, de sabor ligeramente ácido, aunque no lo suficiente como para permitirles poder vivir tranquilas en sus ramas, y por último - correspondiendo a los árboles más fuertes y frondosos - se hallaban las diente perro, de granos alargados que recuerdan - en alguna forma - los colmillos de este animal.

Estas últimas, permanecían en los árboles casi siempre, hasta que se abrían, o eran devoradas por las ratas, al ser estas alimañas las únicas que se atrevían con la gran acidez del fruto. Con tan solo rememorarlas ya siento grima en los dientes, recuerdo de alguna que otra apuesta infantil, sobre quien era capaz de comerlas, teniendo asegurado el ganador – y también al perdedor - dentera para, al menos dos días. Y es de estas – amigo lector – de las que quiero contarte la historia que seguidamente inicio.

Pese a lo antes dicho, en la economía de subsistencia de la época – años cincuenta del pasado siglo - con las granadas también se comerciaba, y desde el pueblo de Almogía, Las Chozas del Cerro y otros, cada otoño se desplazaban a Álora “los granaeros”, que - a lomos de mulos - trasladaban a su terruño, cargas de este fruto del que allí carecían, para venderlos en el mercado.

No eran – por lo general - hombres de campo, y por tanto no sabían distinguir las diversas variedades, por cuyo motivo a veces, los desaprensivos vendedores - tras darles a probar en la cata las frutas más deliciosas - entreveraban en la carga, bastantes de las de layo, y algunas de diente perro, explicándoles luego, cuando a la vuelta se quejaban, que eso era debido a que algunas “salían bravías”, argumento que - aunque infantil - era válido para personas poco conocedoras.

Aquel año, la cosecha había sido más bien escasa, y mientras las dulces eran todas pequeñas, las diente perro – más agrestes - estaban gordas y con  colores rojizos que despertaban – de no saber lo que dentro escondían – grandes deseos de comerlas.

Al objeto de que no advirtiese el comprador la maniobra, decidieron mantenerlo alejado, y para ello le informaron, de que en la finca había una planta muy pegajosa y molesta, que se adhería solo a los extraños.

- No entre usted aquí - le dijeron - que esta yerba nos conoce a nosotros, que la hemos criado, pero a usted no y por eso se le pega…

La planta en cuestión - denominada “amor de hortelano” – es un hierbajo que efectivamente se adhiere a las prendas de lana - que era la que llevaba el comprador - pero es refractaria a las de pana –  de la que estaban hechas las de los vendedores.

Maravillado quedó el foráneo – que como habrás podido comprobar, querido lector, no era ningún lince - viendo como los lugareños se movían fácilmente entre los matojos, sin que ninguno quedase prendido a ellos, y él, en una tímida incursión que hizo, hubo de pasar más de una hora quitando con mucha dificultad y trabajo, los tenaces tallos adheridos a toda su ropa.

Con los serones del mulo llenos a rebosar de granadas, en las que casi una cuarta parte, eran de diente perro, nuestro hombre – aún perplejo - dijo al despedirse:

 - Cuando yo cuente en mi “partio” que aquí la yerba conoce a la gente, les juro que no me creen… y montado en su acémila, inició presto el camino de vuelta, con la intención de poder vadear el peligroso Guadalhorce, antes de su diaria crecida del anochecer.

       
J.M. Hidalgo (Historias de Gente Singular)

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