sábado, 30 de julio de 2016

El periquito


Hace ya algún tiempo, instaló su padre en la habitación de mi nieto, con motivo de su cumpleaños, una moderna lampara infantil de diseño.

El ingenio en realidad no tiene mucho secreto. Se trata de un gigantesco caballito de mar acoplado a la pared, en cuya parte posterior se esconden varias bombillas que al pulsar el interruptor hacen que la figura y toda la habitación se conviertan en luz, por lo que puede ser usada como iluminación general y como lámpara de lectura, al estar situada sobre la cabecera de la cama.

Quizás sea por la vejez o la nostalgia, cada vez que veo el medio en que mi nieto se desarrolla y crece, no puedo evitar pensar en mi mismo cuando tenía su edad y las posibilidades que la vida en aquellos años me ofrecía.

En la casa de campo de Álora donde me crié, no se instaló la luz eléctrica hasta que tuve diez u once años, por lo que mi infancia se desarrolló entre candiles y cuando iba al pueblo, o las contadas veces que lo hice a la ciudad, me maravillaba el hecho de que, con un simple pellizco a una pared, la estancia se iluminase.

Es casa, los candiles se usaban para atender por la noche al ganado o desplazarse fuera cuando era imprescindible hacerlo, ya que en la estancia donde la familia hacia la vida - a la vez cocina, comedor y sala de estar - tenía un quinqué de tubo, iluminación que era rara en las casas del entorno y que daba a la habitación un cierto aire de distinción, pues no olía como en las demás al aceite rancio usado como combustible para los candiles, sino a petroleo.

Su luz, a diferencia del otro, no era titilante e insegura, sino que al estar el artilugio provisto de un tubo de cristal protector, se mantenía estable, pudiendo ser aumentada o disminuida gracias al mecanismo regulador de que disponía, todo lo cual era imposible en un candil.

Quinqué en mi casa había solo uno, y naturalmente no podía ser usado fuera de la habitación que era centro de la vida doméstica, so pena de dejar a toda la familia sumida en las tinieblas y por eso para los desplazamientos nocturnos, se usaba siempre el candil.

No obstante y sin poder precisar como, llegó a mis manos debido a mi afición a la lectura un pequeño quinqué, al que en casa se le llamaba – jamás supe porqué -“el periquito”, con la misma forma que el usado por la familia, pero con mucha menor potencia lumínica dado su reducido tamaño.

En sus orígenes “el periquito” debió tener – como su hermano mayor el quinqué - un tubo de cristal, pero cuando llegó a mi ya carecía de él y desde entonces, al haber siempre otras prioridades económicas en la familia, lo usé sin tal elemento, lo cual hacía su luz - además de escasa - tan inestable y tililante como la de los candiles.

“El periquito”, era la única luz que se mantenía encendida en casa cuando todas las demás estaban ya apagadas y con su incierta claridad, que dibujaba a veces formas fantasmagóricas en las pareces, aprendí en la Enciclopedia Dalmau Carles; historia, urbanidad, geografía, aritmética y geometría o – en otras ocasiones – leí colecciones de tebeos de “El espadachín enmascarado”, “El Cachorro”o “El guerrero del Antifaz”, aventuras que vivía en su más fantástica dimensión.

“Apaga ya el periquito, que son más de las doce...” me decía mi madre desde la habitación contigua a la mía, pendiente siempre a que un descuido pudiese provocar un accidente al haber una llama encendida. Siempre había de darme al menos un par de avisos más antes de que, a regañadientes, me despidiese hasta el día siguiente, de mis lecturas favoritas.

Hace unos años, en una antigua alacena de la casa paterna encontré mi viejo “periquito” y sentí al verlo la misma emoción que si recuperase a un antiguo amigo, a un confidente de muchas noches en vela, a un fiel compañero que me daba tranquilidad con su luz y a la vez miedo con las inquietantes sombras que proyectaba.

Con su luz aprendí a leer y leyendo a soñar, y en su compañía transcurrió la parte más maravillosa de mi infancia...

J.M. Hidalgo (Nostalgia de la niñez)

   

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