domingo, 31 de julio de 2016

Los malos tratos

 


Esta historia, la vivió un agente del orden del antiguo régimen, hombre de costumbres al uso con el sistema entonces imperante, que al narrar en su día los hechos, lo hacía desde el más profundo sentimiento de repudio, cuando no de asco, hacia la víctima, ya que esta – hasta enrojecía al relatarlo – era un hombre.

Régulo – nuestro personaje - estaba aquella noche de guardia en una Comisaría de la Barcelona de los primeros años de la década de los sesenta, en cuyas calles, más tarde de las diez de las noche no quedaban – en su opinión - más que chorizos, fulanas y maricones.

Era un hombre - ya para aquella época - chapado a la antigua, que veía con malos ojos, todas las licenciosas costumbres que el turismo importaba, y que a su decir, acabarían con los más recios cimientos de nuestra civilización, entre los que estaba la familia patriarcal, monolítica y férrea.

El siempre pensó – y no se recataba en decirlo – que cualquier situación conflictiva en el seno familiar, podía solventarse de forma satisfactoria, con un par de guantazos bien dados, o cuatro, o en último extremo, los que se hubiesen de menester.

Se encontraba leyendo la prensa de la tarde, en su puesto de receptor de denuncias, cuando, a eso de las doce de la noche, llamaron a la puerta de la oficina. -¿Da su permiso?- se oyó tímidamente al otro lado. – ¡Adelante! - gritó nuestro hombre, mientras retiraba el periódico, y recomponía su figura arrellanada en el sillón.

En el quicio de la puerta, gorra en mano y actitud sumisa, se hallaba un hombre que una vez dentro de la habitación, expuso con timidez su problema.

- Verá señor Comisario - hay que aclarar, que para los ciudadanos todos los policías son Comisarios - es que no puedo entrar en mi casa, y vengo a pedir ayuda para hacerlo. Mi esposa ha cerrado por dentro puertas, y ventanas y no puedo acceder al domicilio.

Régulo no podía dar crédito a lo que estaba oyendo, rojo de ira, sintiéndose herido en su amor propio de hombre, a través del espécimen que tenía ante si, se levantó de su asiento y espetó a gritos al ciudadano. ¡Lo que tiene usted que hacer - buen hombre - es ir a su casa, pegarle una patada a la puerta, y darle una buena tanda de hostias a su mujer... pues estaríamos buenos, si tuviésemos que contar con la Policía, para ir a nuestro domicilio!

El hombre bajando la cabeza contestó: -Señor Comisario, parte de eso que usted dice, es lo que he intentado hacer y  -¡que digo romper la puerta!-  no había llegado ni a tocarla cuando Rogelia, que así se llama mi mujer, apareció en el dintel, con un palo en la mano, con el que me ha descargado al menos quince estacazos en el lomo hasta que, primero lo dobló, y luego lo partió, sobre mis costillas… ¡Bueno estaba yo para andar con hostias, - continuó en el mismo tono - ya ha sido un gran logro poder escapar solo con las magulladuras y chichones que ahora padezco!... ¡Ay, Señor Comisario!, -concluyó en tono lastimero y compungido - ¡Usted  no conoce a la Rogelia…!

Régulo estaba al borde del infarto, al ver su honor de hombre mancillado, por culpa de aquel indigno representante de la especie. – ¡Mire usted señor – dijo recalcando la palabra “señor” como indicativo de que no lo era – puesto que usted no es capaz de poner orden en su casa, lo haremos nosotros!, y tras oprimir un timbre situado junto a la mesa del despacho, que hizo venir casi de inmediato a dos agentes uniformados, ordenó a estos. -Acompáñenme  a casa de  este hombre, que vamos a detener a su mujer por agresión.

La casa, era de planta baja con un pequeño jardín, que Regulo y sus hombres atravesaron casi a la carrera, tanto era su deseo de restablecer el orden natural de las cosas, que aquella mujer había osado alterar. Luego de golpear la puerta, en la forma en que solían hacerlo los policías del antiguo régimen, una voz de mujer, aún más fuerte que los propios golpes, resonó al otro lado ¿Quien coño aporrea así mi puerta? - se escuchó claramente desde fuera. - ¡Abran a la Policía! - contestó Regulo en idéntico tono, y agresiva actitud.

Un silencio mortal siguió a lo dicho, y segundos más tarde, se abrió la ventana de la primera planta de la vivienda, de donde surgió de nuevo la voz de la mujer diciendo - ¡Ahí va la llave! - y acto seguido arrojó una maceta, con tierra y planta incluida, que impactó en la cabeza del agente, he hizo que este se desplomase en el suelo, como un fardo.

Fueron necesario más de diez puntos de sutura, en la testa de nuestro hombre, con los que corregir el desaguisado que el tiesto produjo en ella, siendo precisa - además - la intervención de una dotación de bomberos, al objeto de derribar la puerta del inmueble, y poder luego reducir a la furiosa inquilina, tarea para la cual se precisó del concurso de cinco fornidos guardias, a dos de los cuales – por cierto – destrozó Rogelia sus uniformes, además de causarles lesiones varias - con manos, pies y boca - a todos los demás.

Tras su internamiento en un centro de salud - ya que en opinión de la época, esas cosas no se hacían de estar cuerdo - Rogelia fue acusada de resistencia, atentado, amenazas e insultos, y una retahíla de otros hechos, pese a lo cual fue condenada solo a seis meses de arresto, ya que se benefició de la atenuante de locura, y cumplió la condena a medias, entre el frenopático y su casa.

No tuve constancia de si después de lo narrado, el marido de Rogelia, volvió a denunciarla en alguna otra ocasión por malos tratos, lo que si sé - porque me lo contaron los agentes - es que nunca volvieron a ir a su casa a detenerla, por causa alguna.

Nuestra heroína, estoy seguro, debió ser de las rarísimas mujeres que - contadas con los dedos de una mano - actuasen así, en aquella época.

J.M. Hidalgo (Gente Singular)




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