Pero debo reconocer que la chumbera – y por eso la califico de arisca – defiende sus frutos con auténtica tenacidad, y hay que estar preparado, o tener mucha necesidad, para atreverse a cogerlos.
En primer lugar, sus pencas se hallan protegidas por una erizada coraza de púas, que hacen muy difícil aproximarse a ellas, pero no es eso lo peor, sino que los frutos que es lo que realmente interesa, tienen a su vez toda la corteza recubierta, por miles y miles de minúsculas espinas, que al más leve contacto, e incluso en ocasiones por simple proximidad, se desprenden clavándose en cualquier zona del cuerpo, y ocasionado al instante agudos dolores.
Mi padre, que al ser buen sureño, las conocía muy bien, organizaba su recogida como si de una auténtica operación militar se tratase. Salíamos de madrugada, cuando aún los primeros rayos del madrugador sol del verano, no habían comenzado a calentar la planta, y esta se hallaba todavía humedecida por el escaso rocío de la noche.
Con sombreros calados hasta las orejas, manos enguantadas, y provistos de largos palos acabados en garabatos de hierro, iniciábamos en silencio la faena, siempre - y esto último era muy importante - por el lugar por donde soplaba el viento, pues la planta podía, en defensa de sus frutos, lanzar sus finas espinas, contra los desaprensivos atacantes, utilizando a Eolo como transportista.
Con todas estas precauciones, era raro que alguno de los improvisados cosecheros saliese lastimado, pero como los hijos somos siempre tan listos, un buen día desoyendo – tarde lo supe – los atinados consejos paternos, a pleno sol, sin tener en cuenta la dirección del viento, y sin ninguna protección, me dirigí pértiga en mano, hacia una tunera, y con más osadía que cerebro, inicie la operación.
Estoy seguro, de que la chumbera al verme llegar, debió partirse de risa, porque no llevaba ni diez minutos en la tarea, cuando un picor generalizado que alcanzaba sin excepción todas las partes de mi cuerpo, me atormentó a tal grado, que hube de abandonar la faena aún más rápido que la inicie, tardando más de dos días en desprenderme – con ayuda ajena – de los miles de minúsculos dardos, que la vengativa planta me había clavado.
Pero si difíciles son de coger, peores son de digerir, y más aún de expulsar, sobre todo cuando se ingieren en grandes cantidades. En nuestras casas siempre nos habían avisado, que los chumbos debían comerse combinados con higos, para que luego su expulsión no resultase traumática, pero esa lección – que todos teníamos muy bien aprendida – se quebró con Martín, un niño llegado de la ciudad a principios del verano, y que pronto hizo buenas migas con la pandilla.
Aquella mañana, habían recogido dos canastos repletos de chumbos, que una vez lavados y limpios con arena, podían ya – con la precaución de hacerlo con guantes y tenazas – ser pelados para comer.
Todos fuimos comedidos, y siguiendo los consejos de nuestros progenitores - además del recuerdo de alguna desagradable experiencia anterior - comimos solo cuatro o cinco frutos cada uno. Pero Martín, que como niño de ciudad se las daba de listo, argumentando no tener nunca problemas, y desoyendo las advertencias, se comió más de veinte, tan gordos como puños.
A la mañana siguiente, los chumbos que tanto se había defendido para no ser cogidos y comidos, se negaban ahora a abandonar el cuerpo de su depredador, y el pobre Martín, quejándose lastimero pasó casi todo el día, con sus partes nobles dentro de un cubo de agua templada, al “baño maría”, intentando que la compacta mezcla se ablandase, y aprendiendo de paso, durante tan largo y doloroso calvario, lo peligroso que a veces resulta, desoír determinados consejos.
Había ya abandonado la vida en el campo, y con ella mi infancia, cuando fui testigo de la última experiencia que recuerdo sobre la planta a la que hoy aludo. Transcurrían los años sesenta, y estábamos asistiendo a la llegada en tropel de los primeros turistas.
Serían las diez de la mañana, de un caluroso día de agosto, y en una calle de Málaga una gitana - vestido de lunares y clavel en el moño - había montado un pequeño tenderete, compuesto de mesa y barreño con agua, en donde flotaban entre trozos de hielo, al objeto de mantenerlos frescos, unas docenas de chumbos, que – a peseta la unidad – vendía a los transeúntes que lo demandaban.
En estas, un ciudadano británico: pantalón corto, famélicas y peludas piernas, cámara de fotos, y piel requemaba por una exagerada exposición al sol, se detuvo ante el improvisado comercio y pidió dos de aquellas frutas, para él desconocidas. Cuando la vendedora, con toda suerte de precauciones, se dispuso de pelar el espinoso objeto, el británico, en un deficiente castellano, la interrumpió diciéndole:
-. Por favor, no pelar, yo siempre comer fruta con cáscara.
No llegué a saber, si finalmente la gitana, cuyos ojos - al oír la increíble petición - parecían salirse de sus órbitas, acabó cediendo a la demanda del inglés, pero de haberlo hecho hasta podría llegar a entender, por qué no hay forma que nos devuelven Gibraltar.
J.M. Hidalgo (Historias de Gente Singular)
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