Es muy extraño, que ninguno de nosotros, no haya tenido en alguna ocasión, un amigo o pariente, al que hayamos catalogado como pesado oficial, o plomo de marca mayor.
Es ese, que te encuentras una mañana cuando vas al trabajo y tras saludarle, le preguntas - tal y como la urbanidad prescribe - que como se encuentra. Cualquier persona normal, te contesta que bien, te da las gracias, y ahí queda todo.
El amigo pesado no actúa así. El amigo pesado, te cuenta con todo lujo de detalles que no está bien, que la noche anterior sufrió un cólico horroroso, que acabó en una terrible diarrea - la cual minuciosamente te describe - o que el fin de semana anterior, sufrió una espantosa gripe, que le tuvo a morir, entre tisanas, termómetros y antibióticos, y que - como es natural - minuto a minuto te relata, mientras tú, que llegas tarde, intentas acabar - siempre vanamente - su largo y exhaustivo parlamento.
Por eso, cuando le vemos, solemos cambiar de calle para evitar cruzarnos con él. O subimos a otro vagón del metro, e incluso llegamos -cínicamente a admitir- que nos hemos equivocado de autobús y que debemos bajar en la siguiente parada, ya que, de no hacerlo, en el trayecto te acaba contando, a voz en grito, y en medio del silencio sepulcral del vehículo, la última aventura que tuvo, cuando hace más de veinte años hizo la “mili” en Ceuta, y en la que, naturalmente, quedó victorioso.
Todo eso, ante la atenta mirada del resto de pasajeros, que con una media sonrisa - el hombre es sádico por naturaleza - escuchan como tu amigo, te continúa martirizando con su explicación, y como tú, en todo momento intentas - sin éxito - acallarlo.
Mientras, deseas que, en aquel momento, se produzca un choque frontal del autobús con una pared, con al menos cinco muertos - entre los que casi no te importancia estar - que desvíe la atención general hacia otra parte.
Si has tenido algún amigo como el que acabo de describir, estás en condiciones, querido lector, de hacerte una idea de la personalidad de Diego Hidalgo.
Agricultor acomodado en la vega de Álora de antes de nuestra guerra civil, Diego no era pesado. En realidad, lo que resultaba para todo el que había de convivir a su lado, era abrumador. Una de sus más destacadas características consistía en repetir - hasta el infinito - las frases que le parecían curiosas o llamativas. Lo hacía, con toda naturalidad y sin ánimo de ofensa, pero acababa por poner, enfermos de los nervios, a sus interlocutores.
Aunque acomodado como he dicho, en casa de Diego se ahorraba todo, función en la cual tenía una importancia capital, su esposa, que como perfecta matrona, cuidaba al céntimo de la economía doméstica.
Una mañana, estaba ella trajinando en el corral, a vueltas con una nidada de pollos, que acababan de nacer, y de los cuales dos, salieron del cascarón con una pata en este mundo y otra en el otro.
Se hallaba con los polluelos en la mano, y sin saber que hacer, cuando se le acercó Tomás, un peón que - aunque contratado para las faenas del campo, ayudaba en todo - el cual informó a su patrona, que en su tierra, cuando pasaba una cosa así, se introducía en el buche del animal, un granito de pimienta entero, y la reacción de la ardiente especia ocasionaba - por lo general - que el animal reviviese.
Así lo hizo la mujer, y en no más de media hora, los dos polluelos andaban ya correteando por el corral tras su madre, con el resto de la nidada. Nuestro personaje, que no conocía el remedio de la pimienta, encantada con el resultado, lo comentó en la casa, y, a poco, la noticia llegó a oídos de Diego, que igualmente sorprendido, hizo a partir de entonces al empleado, blanco de su atención.
Aquel mismo día, durante el almuerzo, que se tomaba en una mesa común, donde alternaban tanto patronos como empleados, Diego tomó la palabra y dijo:
-¿Saben ustedes como salvan los pollos que nacen medio muertos en el pueblo de Tomás...?, y sin esperar respuesta, agregó - Pues dándoles un granito de pimienta.
Durante la comida repitió la frase una treintena de veces. En las primeras, el mozo se sintió halagado, a partir de la décima, cansado, desde la vigésima en adelante, objeto de burla.
- Así que ¿con un granito de pimienta?, Vaya, vaya...¿que les parece...? - continuaba machacón
Pero aquello no había hecho más que empezar. Si trabajaba en los campos, decía a todos la frase, si durante el desayuno la repetía sin parar, si tras la cena se hacía tertulia, lo mismo…
- Y solo se necesita un granito de pimienta... Pues mira que bien…Repetía incansable
Al cabo de una semana, en la que Diego había repetido más de mil veces el latiguillo, Tomás, desesperado, acabó por pedir la cuenta y marchar de allí, antes de acabar loco o asesinando a su patrón, el cual - y esto indica como era - aun se extrañó de que el empleado se despidiese.
Nuestro hombre murió, a edad muy avanzada, al decir de los del lugar, porque la muerte no se atrevía a quedarse a solas con él.
No sé que habría de cierto en ello, pero si te confesaré - amigo lector - que quien esto escribe, está emparentado, por línea paterna, con el tal Diego, y ya conoces lo que las leyes genéticas de Mendel, son capaces de hacer con la descendencia.
J.M. Hidalgo (Historias de Gente Singular)
Yo conocí a uno, que para contarte, que ya estaba donde estaba. Te empezaba a decir que la noche de antes se había a cstado con la intención de venir, por la mañana se había levantado a tal hora, había pasado por el lavabo, cuanto había hecho, lo que había desayunado con todo detalle, a la hora que había salido de su casa, a cuantos se había encontrado por el camino, la vestimenta que vestían casi con todo detalle y al final terminaba diciendo y como has visto he llegado ahora mismo.
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