lunes, 11 de abril de 2016

El estudiante


A sus treinta años, recién cumplidos, Geromo no había tenido nunca una profesión distinta a la de estudiante, aunque de haber indagado el nivel de conocimiento obtenido con esos estudios, el saldo final resultase bastante desalentador.

En su adolescencia despuntó, de entre sus cuatro hermanos, por una viva inteligencia, y quizás por esto, su padre, modesto agricultor, decidió costearle - bien es verdad que a expensas de los otros hijos, que siguieron en el campo destripando terrones - los estudios, primero de bachillerato, y más tarde, de la carrera de medicina.

Mientras estudió cerca de la casa familiar, la cosa funcionó bien, pero como la facultad de medicina se encontraba en otra provincia, la lejanía, hizo que Geromo considerase la carrera, más como una forma de vivir en libertad, que como un camino hacia el futuro, y tras diez años de “estudiar”, solo había logrado aprobar una asignatura de primer curso, y las prácticas de hospital, estas últimas porque al estar las clases frecuentadas por enfermeras, no se perdía ni una.

El resto del balance era triste, por no decir desolador, ya que había profesores a los que no conoció nunca personalmente.

De haber tenido que decir cual era el curso que estudiaba, seguramente habría admitido, que hacía décimo año de primero, pero esta eventualidad no se dio nunca en Geromo, ya que en materia docente, no había dicho la verdad jamás a nadie, y para todos, se encontraba a “tan solo un paso”, de obtener su flamante título de doctor en medicina.

Para hacer creíble su engaño, nuestro hombre contaba con la inestimable ayuda, de un experto calígrafo - compañero suyo de juergas - que con una perfecta letra redondilla muy al uso en la época, era capaz de transformar, un suspenso en un sobresaliente y un no apto en un notable.

Como Geromo no obtenía otras calificaciones distintas a estas, una vez cogido el tranquillo con las primeras, lo demás fue coser y cantar, y cada verano, cuando regresaba al pueblo - notas en mano - se le recibía con admiración y respeto, por sus paisanos, que ya comenzaban a preguntar al futuro doctor, problemas de salud, que este decía no poder resolver, “Hasta no haber prestado el juramento Hipocrático”, escondiendo tras esta frase - que además dejaba a todos boquiabiertos - su ignorancia supina, sobre cualquier tema que tuviese la más remota relación con la medicina.

Y es que, pese a la década transcurrida próximo a la facultad, Geromo tenía graves dificultades para poder distinguir entre, las funciones de la Trompa de Eustaquio, y la de Falopio, o conocer lo que diferenciaba exactamente, la presbicia de la alopecia, lo cual, caso de establecer un diálogo con una persona medianamente informada, le hubiese podido acarrear, como mínimo, algún problema de comunicación.

Nuestro singular personaje, era en cambio, un consumado experto en materia de anatomía - especialmente femenina - a cuyo conocimiento y estudio, había dedicado todos y cada unos de los años, desde que abandonó el pueblo.

Esta inclinación - que se completaba con su afición hacia el buen vino - le resultaba excesivamente cara, máxime teniendo en cuenta sus escasos medios, por lo que, agotado en los primeros días de cada mes, el magro presupuesto que su padre le enviaba, usaba de todo tipo de “ingresos irregulares” para financiarse.

Desde la venta de sus propios libros de texto, a la práctica sistemática del arte del “sable”, en el que se especializó, hasta el punto que estar endeudado con todos sus conocidos, a los que ofrecía pagar los préstamos, con sus servicios como galeno, cuando obtuviese su ya inminente título, cosa que, a fuerza de prometer, es posible que - hasta él mismo - llegase a creer.

No obstante, todo en la vida tiene su fin, y el eterno periodo estudiantil de Geromo un mal día, hizo aguas. Fue aquel, en que un antiguo compañero de facultad, se instaló en el pueblo como facultativo del seguro, y contó, las andanzas del paisano, y la fama de crápula, sablista y caradura por la que era conocido en toda la universidad.

A punto estuvo su padre, al enterarse, de sufrir un patatús, y ello no solo por el engaño, con ser grande, sino - y sobre todo - por el ridículo y la rechifla general del paisanaje ante la noticia, ya que su familia había alardeado ante amigos y conocidos, de que ya podían ponerse enfermos sin temor, pues contaban con un médico de primera fila para curarles.

Aunque su primera intención fue la de asesinarlo, cuando llegó a la capital tras un extenuante viaje de diez horas en tren, los ánimos del padre se habían calmado, y pasados los iniciales momentos de tensión, salieron ambos a dar una vuelta por la ciudad, para serenarse.
 
-Mire padre, este estudió conmigo hace tres años…
explicó Geromo a la vista de una reluciente placa de médico en una fachada.

-Ese de ahí, lo hizo el curso pasado - dijo poco después ante el anuncio de un consultorio.

-Aquel, agregó por tercera vez, en otra calle, estudio conmigo, nada más llegar yo a la universidad...

Su progenitor, que había permanecido callado, y oyendo con gesto abatido los innumerables razonamientos, que un inútil intento de explicación le daba su hijo, le miró fijamente, y con acento resignado contestó

-Fíjate tú si no es una desgracia… que todos estos hayan estudiado contigo, y tú, en cambio, no lo hayas hecho con ninguno…

Geromo, trabajó hasta su jubilación, como representante de una firma de lencería femenina.

De alguna forma, continuó relacionándose, con lo que más le gustaba, en lo que, de haber existido título, hubiese sido doctor, sin dificultad alguna.

J. M. Hidalgo (Historias de Gente Singular)

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