Estas historias ocurrían en mi pueblo, y puede que en otros, hace muchos años, en un tiempo en que para identificarse a los demás, bastaba solo con exhibir nuestra propia cara...
Crescencio era alto, magro en carnes, de orejas grandes y largas, y movimientos rápidos y nerviosos. Sus dientes incisivos eran también grandes y - seguramente por abandono durante su infancia - tan prominentes, que escapaban a la cobertura de su labio superior, lo que hacía forzoso el que hubiese de mostrarlos en todo momento, debido en parte a su eterna sonrisa, que se acentuaba al llevar casi siempre prendida de su boca, una rama de hierbas aromáticas que gustaba masticar.
Con tales características, no resultó raro que sus paisanos le rebautizaran pronto, con el sobrenombre de “el conejo”.
“El conejo”, cuyo apodo llegó a pasar casi a nombre propio, era conocido en los más recónditos lugares del entorno, ya que, además de las singularidades físicas descritas, gozaba de una extraordinaria popularidad en todas partes, a causa de su afán samaritano, por ayudar en todo lo que podía a cuantos le rodeaban. La felicidad de aquel raro ser, se cifraba en gran medida, en ser útil a los demás.
El suceso que narramos, acaeció una mañana cuando se dirigía desde la estación de ferrocarril hasta el pueblo - distantes entre sí unos cuatro kilómetros - y para cuyo desplazamiento utilizó los servicios de la única empresa de transporte - también singular - de la población, que contaba con un único, vetusto y desvencijado autobús por todo parque móvil, más pieza de museo, que medio de transporte a causa de su extrema longevidad y descuido.
La empresa, que respondía a las siglas “R.V.”, iniciales indicativas del nombre y apellido del propietario, también había sido - como Crescencio - rebautizada por el gracejo popular el cual, tras completar las iniciales a su modo, la conocía jocosamente como: “Renqueando Vamos”
El día al que nos referimos, había mercado en la plaza, y el vehículo - que por aquellas épocas no conocía lo que eran revisiones técnicas, y aún mucho menos capacidad máxima autorizada - estaba lleno a rebosar con gentes de otros lugares, que acudían con sus productos a la feria, y cargado hasta los topes, chirriando y humeando, a causa de su deplorable estado de conservación y mecánica, inició el lento y empinado camino hacia su destino.
La carretera estaba - para mejor hacer juego con el vehículo - plagada de irregularidades y baches, sobre los que este saltaba más que corría, yendo en cada tumbo apiñando, hora a la derecha hora a la izquierda y unos sobre otros, a los sufridos pasajeros.
En uno de tales vaivenes, algo mayor que los demás, que hizo crujir toda la estructura del carricoche, como si fuera a deshacerse, una pasajera cargaba con un enorme canasto de verduras, salió despedida del rincón en donde se había refugiado, yendo a parar rodando junto con todas sus hortalizas, hasta el centro de la plataforma del vehículo.
“El conejo,” fiel a su tradicional costumbre, nada más advertir lo ocurrido, y aún a riesgo de dar él mismo con sus huesos por los suelos, acudió solícito a auxiliarla y una vez la hubo ayudado a levantarse, y mientras la tranquilizaba le dijo, pensando que sin duda la mujer le conocía:
-No te preocupes, que no ha pasado nada. Además, en lo que queda de trayecto, y para que no vuelvas a caerte, lo mejor es que te agarres todo lo fuerte que puedas al conejo...- y mientras así decía, le mostraba su brazo queriendo indicarle que lo tenía a su disposición.
La mujer, que por ser de otra comarca no conocía de nada a nuestro personaje, creyó que este la estaba haciendo objeto de una grosería, por lo que aturdida como estaba aún por el golpe, y sintiéndose además en ridículo por la caída, la emprendió a golpes con el canasto que llevaba, mientras le gritaba;
-¡Sinvergüenza, grosero, mal educado, a “eso”...que se agarre tu señora madre...!
“El conejo”, desconcertado y sin comprender aún la causa de la furia de la mujer, se escabulló, como pudo, del diluvio de golpes e improperios que le venían encima, mientras los demás pasajeros, advirtiendo el malentendido, estallaron en carcajadas que duraron hasta concluir el viaje.
Estas historias ocurrían en mi pueblo, y puede que en otros, hace muchos años, en un tiempo en el que para identificarse a los demás, bastaba solo con exhibir nuestra propia cara.
Aunque, como hemos visto, incluso entonces, en algunas ocasiones esto no resultaba suficiente.
J.M. Hidalgo (Historias de Gente Singular)
Ya sabes José María que "la hija del alcalde de Marmolejo pesa noventa kilos sin el c.... Que echando cuentas, con el c... y todo, ciento cuarenta". C... así no lo hay ya.
ResponderEliminar¡Que ya es pesarle el C., Pedro !
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