En más de una ocasión, ya me he referido a la singular forma de hablar de mis paisanos, no solo en cuanto al inconfundible acento que dan a sus palabras, sino al significado que esas palabras tienen para ellos, y que son – desde luego – distintas de lo que significan para el resto de los mortales. Y hago alusión con lo que digo, a la que da nombre a esta historia.
En la mayoría de diccionarios de medio pelo, ni tan siquiera aparece, en otros de algo más de fuste, su definición corresponde al nombre de un municipio de Colombia de algo más de cincuenta mil habitantes, si bien que con acento en la e final, y es – por último – el de la Real Academia Española, el que le atribuye a “cerete” su definición - como término malsonante – de “Ano de una persona”.
Bien, pues pese a todo esto, en mi tierra de Álora, “cerete”, no significa nada de eso.
Tiene, eso si, como no podía ser de otra manera, una doble acepción, igual que sucede a muchas otras palabras. Por una parte, “un cerete” es un recipiente fabricado con pleita, hecha con hojas de palma trenzada, y en cuyo interior se guardan los higos, una vez secos, y por otra “el cerete” es el órgano sexual femenino por excelencia.
Con todos estos exhaustivos prolegómenos, y contando con que no hayas dejado de leer, o te hayas dormido con la lectura, paso a contarte – amigo lector – la historia a la que me refiero.
Los llamados “años del hambre” en nuestro país, sobrevenidos después de nuestra última contienda civil, tuvieron en Andalucía una de sus plazas fuertes, quiero decir, que fue de los lugares en donde más hubo, y la gente, había de ingeniárselas de mil formas para sobrevivir, en una época en la que – por contra – lo que se llevaba era la familia, cuanto más numerosas mejor.
Por eso, habría que poner a muchas calles los nombres de algunos tenderos de comestibles, que como si de una moderna ONG se tratasen, proporcionaban - casi siempre a fiado - víveres con los que pudieron sobrevivir familias enteras.
Cano, tenía una tienda de comestibles en la Plaza Baja de Álora. En aquella época, no se exigía estar en posesión de carné de manipulador de alimentos para regentarla, y por eso en ella, podían verse sacos de arpillera, alineados sobre el duro suelo y abiertos por la boca, donde las moscas, y otros insectos - tanto volantes como reptantes - podían realizar libremente paseos turísticos.
Habia desde garbanzos y lentejas hasta azúcar y café, que eran dispensados al granel mediante cazos metálicos, hechos por el “lañaor”, partiendo de una lata de conserva vacía, o las orzas de barro conteniendo el aceite de la tierra, que se servía con un cacillo de asa larga.
Al local de Cano llegó una mañana la “Baja”, apodo con que se conocía a una vecina del pueblo, que mientras estrujaba entre sus nerviosas manos el delantal que llevaba, se dirigió a nuestro hombre y le dijo:
-Cano, ¿podrías darme un cerete de higos para dar de comer a mis hijos unos días?. Ya sabes que la cosa está muy mal…. pero ten por seguro que en cuanto pueda te lo pagaré.
Aunque a regañadientes y de no de muy buena gana, tras una corta negociación, la “Baja” salió, con el “cerete” bajo el brazo, camino de su casa y cuando estaba a más de medio camino, recordó que también precisaba de varios kilos de papas, por lo que – al objeto de no volver sobre sus pasos, ni tener de nuevo que negociar - mandó a uno de sus hijos, de nuevo a la tienda de Cano
.
Cuando el pequeño llegó, el local estaba atestado de mujeres realizando sus compras, por lo que el niño, a voz en grito, con la intención de ser prontamente atendido exclamó:
-¡Cano, que me ha dicho mi madre que me de tres kilos de papas, que ella ya se las pagará a usted con el cerete!.
Mientras el pobre Cano, intentaba - inútilmente – silenciar al niño y al tiempo explicar a las mujeres lo que este quería decir, el jolgorio que entre ellas despertaron sus palabras, no pudo ser acallado hasta que - entre risas - se marcharon todas de la tienda .
J.M. Hidalgo (Historias de Gente Singular)
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