lunes, 25 de abril de 2016

El incapacitado


Ya desde su cuna, Fortunato, estaba abocado a ser agricultor, actividad en la que, por cierto, se había sentido siempre como pez en el agua.

Pero como los caminos en la vida son impredecibles, un amigo de su padre, a su vez cuñado de un pariente, de un alto ejecutivo de la Renfe, llevó a nuestro hombre a opositar para colocarse como empleado, en la compañía ferroviaria, y tras no pocos esfuerzos por su parte, más un número indeterminado de jamones, que con la intención de agasajar al prócer directivo, y a toda la cadena de conocidos, costeó su progenitor, logró una plaza de fogonero en uno de aquellos trenes de carbón de los cincuenta, en donde toda la técnica que se exigía para el puesto de trabajo, era de la saber utilizar una pala, para alimentar con carbón, la caldera de la locomotora.

Como esta actividad, de alguna manera, le recordaba lo que hasta aquel día había realizado en el campo, desde el momento en que dio la primera palada, su trabajo se desarrolló a la perfección, y al poco, el amigo Fortunato - con menos luces que un candil - disertaba en la tertulia del bar, los pocos días en que tenía fiesta, sobre su grandísima responsabilidad, explicando que si el tren iba y venía, era gracias a su imprescindible labor, que él adornaba con anécdotas que la hacían aparecer  como de alta tecnología.

Comenzaba ya a tomarle gusto a su nuevo oficio, cuando un día sucedió el accidente. Habían salido de la estación de Pinto, en un tren de los denominados “rápidos” - nadie supo nunca por qué eran llamados así - con un retraso de dos horas, además de las tres que ya eran de costumbre, recibiendo instrucciones del jefe de estación, para que procurasen recuperar, el mayor tiempo posible.

Oír Fortunato esto, y comenzar a arrojar a destajo carbón a la caldera, fue todo uno y cuando la cosa marchaba viento en popa, y carbonilla en ojo, circulando a la escalofriante velocidad de cincuenta kilómetros a  la hora, se produjo la explosión.

En la investigación del hecho no quedó claro, si todo lo motivó el exceso de carbón, que hizo subir la presión en la caldera, o alguna válvula que estuviese en mal estado, o tal vez que la máquina tuviese más años que Matusalem, o quizás un poco de cada cosa.

El resultado fue que la locomotora estalló, y que maquinista  y fogonero resultaron con heridas graves, por las que nuestro hombre, tras más de un año de convalecencia, quedó más sordo que una tapia, y luego de tramitársele un expediente de invalidez, fue declarado: “Incapacitado permanente a efectos laborales, si bien - continuaba el informe - debía someterse a revisiones periódicas para determinar, si procedía su reingreso al servicio, o su permanencia en su actual statu quo”.

Cuando Fortunato se enteró de que eso del “statu quo”, quería decir que - de no mejorar - continuaría de por vida sin dar un palo al agua, y con una pensión de jubilación se quedó - de repente - más sordo que antes, y desde ese día, revisión tras revisión, salía del galeno dejando convencido a este, de que una piedra berroqueña, tenía más sensibilidad auditiva que él.

La consecuencia de todo lo narrado - como al principio de esta historia explicaba - fue la vuelta al campo de Fortunato, si bien que ahora, con los garbanzos asegurados gracias a la pensión de invalidez, trabajaba de forma mucho más sosegada, dedicándose a lo que de verdad le gustaba, que era la cría de caballos.

Empezó con una yegua, y a los pocos años, eran ya más de diez los animales que, hijos de la primera, o comprados en ferias de la comarca, pastaban en su pequeño trozo de tierra, por lo que no era extraño, que en muchas ocasiones los caballos “del sordo” - como se le conocía en el pueblo - hiciesen alguna “excursión” a las fincas vecinas, en donde más de una vez, habían esquilmado las cosechas.

Un día, “La pintora”, que era la primera yegua que compró, y que con los años se había quedado tan sorda como su amo, se escapó a los trigales de Benito, en donde - espiga va espiga viene - había dejado en poco rato, un buen trozo de sembrado, como la palma de la mano.

Visto desde lejos el estropicio, por el propietario de las gramíneas, salió corriendo hacia el lugar, y aún a sabiendas de lo poco práctico de su acción, gritó a Fortunato, para avisarle de que el animal, estaba comiéndose el trigal.

-¡Oiga, vecino, - chillaba desaforado - que su caballo se está comiendo el sembrado !.

-¡No le entiendo nada - contestaba también a gritos el aludido - hable más alto!

-¡Que le digo que el caballo se come el trigo, ¿es que no lo ve…?!

Y mientras mantenían este diálogo imposible, se fueron aproximando, hasta que el nivel sonoro de Benito - cada vez más enfadado - pudo ser oído por nuestro hombre.  -¡El caballo, que me está dejando sin cosecha… leñe!

Fortunato, haciendo trompetilla con sus manos para oír, contestó con síntomas de haber entendido - por fin - a su vecino. -¡Nada, no se preocupe, que no es un caballo, que es una yegua!.

Benito, al borde del ataque de histeria, concluyó gritando a pleno pulmón ¡¿ Que es una yegua…?¿Y que tienen que ver los cojones para comer trigo…?!.

Cuando me contaron la anécdota, entendí a la perfección, como pudo Fortunato pasar los exámenes médicos durante años, sin tener jamás, ningún problema en ellos.

J.M. Hidalgo ( Historia de Gente Singular)       

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