martes, 26 de abril de 2016

El jaramago


Todo el mundo - estoy seguro de ello - ha  visto alguna vez un jaramago. Son esas plantas bordes y bravías, que en la primavera florecen de amarillo y crecen en lugares donde nada crece; en los márgenes de los caminos, entre pedregales o en medio de los escombros. Mientras de peor calidad es el suelo sobre el que nace, más frondoso y vigoroso se cría. Casi parece que la tierra blanda y abonada no va bien a su naturaleza.

No es, sin embargo, de plantas de lo que voy a hablar aquí. “El Jaramago” a quien yo me refiero, era una persona.

Se llamaba Ezequiel García, pero desde hacía años, ese nombre no se pronunciaba más que en las raras ocasiones en que  intervenía en algún asunto oficial, el resto del tiempo todo el mundo le llamaba, e incluso el mismo se autodenominaba como “el jaramago”.

Nadie recordaba quien fuera el autor de tal apodo, pero su éxito fue instantáneo, quizás por el hecho de que nuestro hombre, tenía bastantes rasgos en común con la planta de ese nombre. Vivía solo en una finca de su propiedad en los montes de Álora donde casi todo era pedregal, tenía el cabello rubio amarillento, un aspecto rudo y agreste, y unas maneras bruscas y desabridas.

Desde que sus padres murieron - bastantes años atrás - había buscado con insistencia una mujer con quien formar pareja, pero su físico, sus modales y su torpe vocabulario, que no pasaba de las más rudimentarias formas de saludo, alguna frase sobre el estado del tiempo y algunas otras sobre como se esperaba que fuese hogaño la cosecha, ayudaban más poco que mucho a sus intentos de relación con el sexo opuesto, con el que su éxito era francamente nulo.

El caso es que, pasaba ya de la cuarentena y no se conocía “al jaramago”, en toda la comarca, ningún romance ni grande ni pequeño. Y fue en esta etapa  de su vida cuando aconteció la historia que acto seguido narro.

Un día del mes de junio, llegó hasta el pueblo una caravana de circo, que montó su carpa ambulante en las afueras y reunió, en varias sesiones al aire libre, a todos los habitantes del lugar. “El jaramago”, como uno más, acudió a la función y tan solo comenzar esta, sus ojos quedaron prendados de una de las artistas, escultural mujer de negra melena y contundentes formas, que actuaba como domadora de perros.

Durante los siete días en los que el circo permaneció en el pueblo, no hubo representación a la que nuestro hombre no asistiera, ocupando cada vez una localidad más próxima a la pista, por lo que la domadora, acabó por advertir el interés del galán, y comenzó a dirigir a este insinuantes miradas que hacían a Ezequiel estremecerse de pies a cabeza.

Seguramente nuestro personaje no quiso recordar aquella coplilla tan certera que se cantaba en mi tierra y que decía “El hombre que se enamora de una mujer de teatro, es como el que tiene hambre y le dan bicarbonato”, pero a la edad que tenía Ezequiel, y ante una hembra tan rotunda, no se está para coplillas.

La última noche, cuando toda la compañía se despedía del auditorio en una apoteosis final, los ojos del enamorado se encontraron con los de la domadora, que hizo a nuestro hombre una señal que indicaba - sin lugar a dudas - su deseo de verlo a solas.

Con el corazón saltándole en el pecho, aguardó con disimulo a que todos se hubiesen marchado y al poco de esto, vio aparecer, tras un carromato, la figura de la mujer, que con un gesto de coquetería y tras subirse levemente la falda, echó a correr hacia una alameda próxima, mientras miraba a hurtadillas hacia atrás.

Sin dudarlo un instante, nuestro hombre, emprendió a correr tras ella y ya bajo los primeros árboles, logró darla alcance. Lo que sucedió seguidamente no precisó de muchas palabras por parte de nadie.

Ella se recostó levemente sobre un tronco y comenzó con pícaros gestos a desabrocharse la blusa, mientras con voz queda susurraba: - Ven... te estoy aguardando...ven...

“El jaramago,” que carecía de práctica alguna en los menesteres amorosos, aún sin dar crédito a lo que le estaba sucediendo, comenzó nerviosamente a besar la cara de la mujer, mientras trataba de acariciarle con sus manos - no demasiado hábiles - el cuerpo.

Tras unos instantes de duda, deslizó una de ellas bajo la falda para iniciar, acto seguido, una lenta, pero decidida ascensión por los mulos.
   
De repente nuestro personaje quedó paralizado. Bien era verdad que no tenía muchos conocimientos sobre estas cosas, pero estaba bien seguro de que el sexo de las mujeres no era como lo que en aquellos momentos tocaba su mano, y cuya forma - por otra parte - le resultaba en exceso familiar.
   
De un salto, se separó de su pareja mientras exclamaba aterrado  -¡Coño... pero si esto es un tío…!
   
Mientras corría campo a través, con los pantalones a medio colocar, recordó unos versos que había oído no sabía donde, y que ilustraban a la perfección su caso.

           “Que yo me la llevé al río,
             creyendo que era mozuela,
             y resultó ser un tío,
            que por poco me la cuela”

Ezequiel García, alias “el jaramago,” murió soltero.

J. M. Hidalgo (Historias de Gente Singular)

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