Han pasado más de cincuenta años desde entonces, y aún le recuerdo como si acabase de saludarle, o él estuviese a punto de pronunciar mi nombre.
Don Eduardo García Rodeja, era catedrático de Física y Química en el instituto de enseñanza media de Málaga, y sus clases - que tenían la peculiaridad de imprimir carácter a todo aquel que las recibiera - se impartían desde el cuarto curso de bachillerato en adelante.
Ya desde que ingresabas en el centro, los alumnos más veteranos, cuando querían anunciarte un mal extremo, te repetían siempre la misma frase: “Verás cuando llegues a Rodeja, entonces sabrás lo que es bueno…”, y cuando habías oído más de diez veces la amenaza, comenzabas a mirar entre curioso, y asustado al personaje al que hacía alusión.
Así, no era extraño, que siempre que Don Eduardo caminaba por el patio, o algún lugar del vetusto edificio docente, un corredor de alumnos se abriese ante él como un abanico, para, de ninguna forma interferir en su camino, en tanto que el más absoluto silencio se hacía a su paso, como si de alguien sagrado se tratase.
Mediana estatura, cabellos y bigote blanco, primorosamente cuidados, impecable traje recién planchado, y corbata siempre bien combinada, eran su atuendo ordinario. Se movía por el edificio portando siempre, una negra cartera bajo el brazo, y se dirigía a los demás en una agradable media voz, rematando todas sus frases, con un “por favor”, o un “muchas gracias”.
Estaba casado con otra profesora, que impartía en el centro su misma asignatura, en calidad de adjunta, labor en la que demostró siempre - al contrario que Don Eduardo - una extrema incompetencia docente, por lo que era conocida jocosamente entre los estudiantes, como “Madame Curie”, y hasta su propio marido, la hacía frecuente objeto de ácidas críticas.
El casi terrorífico respeto que infundía Don Eduardo, se basaba, por una parte, en su extraordinaria preparación, y exagerada exigencia, que se traducía en poco más de un quince por ciento de aprobados por curso y año, y por otra, en la superioridad moral y cultural, que - hiciese lo que hiciese - siempre su persona irradiaba.
Jamás había utilizado en sus clases, ningún tipo de violencia física, cosa nada extraña en la época, entre sus colegas docentes, tal y como era el caso del profesor de religión, sacerdote del clero regular, que intentaba habitualmente, introducir la idea de Dios en las mentes de sus alumnos, a base de hostias, y no precisamente de las consagradas.
Entre las muchas cualidades de Don Ricardo, no se contaba - sin embargo - la modestia. Hacía pocos años que habían concedido el Nobel de Medicina al médico español Don Severo Ochoa, el cual fue, en su época de bachillerato, alumno de nuestro hombre y era frecuente en sus disertaciones en clase, oírle hablar de ello con frases como: “Yo, señores” - siempre nos llamaba así pese a nuestra edad - “ Desde esta covacha, he logrado sacar un premio Nobel... ” y cuando decía esto, nuestras mentes juveniles, atribuían más mérito al profesor, que al propio Don Severo.
Pero lo cierto fue, que al poco, el instituto organizó un homenaje a su brillante ex-alumno, contado con la presencia de este y durante el acto, el agasajado recalcó en público - emocionado, mientras abrazaba a su viejo maestro - las lecciones aprendidas de él, que - afirmó - habían sido la base de su vida científica. Si algo faltaba, esto acabó por consagrar, por los siglos de los siglos, la eterna fama de genio, del singular profesor.
Y fue en estas, cuando empezó el cuarto curso, y con él la fatídica asignatura. En un silencio sepulcral Don Eduardo hizo su entrada en el aula. Como movidos por un resorte, todos nos pusimos en pie, solo se oían los pasos del catedrático sobre las baldosas, y después en la madera del estrado - ¡Siéntense!- ordenó desde la mesa con voz a la vez suave y enérgica.
Luego comenzó a hablar en un tono muy quedo, aunque perfectamente audible, ya que el silencio era tal, que permitía percibir hasta el latir de nuestros propios corazones. Disertó sobre el espíritu de la docencia, sobre la grandeza del estudio, sobre la camaradería en las aulas, el respeto, la amistad, y el amor a los profesores…
El tono era amable, las frases bellas, estábamos embelesados escuchándole, ¿quien había dicho que Don Eduardo era un ogro?... todos estaban equivocados.
Con una sonrisa, se dirigió al auditorio y continuó: - “Seguramente - dijo - a todos ustedes les habrán dicho desde siempre, que Don Eduardo García Rodeja es un hueso, ¿verdad?, pues quiero aclararles, que se equivocan los que tal piensan, y tras un deliberado silencio continuó, ¡Don Eduardo Garcia Rodeja, no es ningún hueso..!, ¡¡Es un esqueleto entero!!” y mientras concluía la frase alzando la voz, golpeó la mesa con la palma de la mano, y el ruido desplazó - al instante - todos nuestros corazones a las gargantas.
Desde aquel día, supe lo que era el terror, cuando don Eduardo deslizaba sus ojos sobre la lista de clase para llamar a alguien al encerado. “Fulano de tal…” sonaba la voz del catedrático, en un espacio en donde parecía no existir ni el aire, y mientras el designado se dirigía - igual que un autómata y blanco como el papel - al lugar del suplicio, un suspiro general de alivio se percibía en el resto de la clase. Ese día, la víctima no habías sido tú.
Aquel año fue para mí el más largo, de los quince vividos hasta entonces. Cuando al final de curso tuve que optar entre ciencias y letras, no lo dudé un instante, volver con Don Eduardo era exponerse a morir de infarto, por eso puse una cruz, bien visible, eligiendo la segunda opción. El año siguiente, me esperaban, como alternativas, Latín y Griego…
No tardé mucho en darme cuenta, de que había salido de Herodes, para caer en Pilatos.
J. M. Hidalgo (Historias de Gente Singular)
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