miércoles, 27 de abril de 2016

El jardincito

   
La historia del “jardincito” la entenderás mejor, amigo lector, si conoces a Agustín y a su esposa Mercedes, por eso, primero quiero presentártelos. Agustín ha cumplido ya de largo los setenta, aunque al verlo, te costaría creerte que haya pasado de los cincuenta, ya que su atuendo y comportamiento, se corresponden con una persona de esta edad.

En las reuniones siempre le verás rodeado de gente joven, que buscan su compañía, está al día de los últimos ritmos de moda, todos los cuales sabe bailar, y siempre tiene en los labios una broma, y una frase oportuna para cada ocasión, pues, sin ser grosero ni vulgar, puede amenizar una reunión con su sola presencia.

Y no olvidemos  - por otro lado - a su esposa, que de con su misma edad y similar carácter, le secunda en todo. Son una pareja fantástica, ante la cual los esquemas que tengas sobre la jubilación, y la tercera edad, se derrumban al instante. Y ahora… una vez presentados, te contaré su historia.

Desde siempre, la mayor ilusión de Agustín había sido el tener un trozo de tierra en donde poder plantar cosas, pero su trabajo - relacionado con la ciudad, las oficinas y los papeles - le tuvo absolutamente alejado del campo prácticamente toda la vida.

Era aún adolescente, cuando comenzó a  trabajar - con categoría de botones  - en una empresa dedicada  a  la consignación de buques mercantes, en donde los méritos que contaban para ascender en el trabajo - aparte de nacer hijo del jefe - eran la antigüedad rigurosa, y el comenzar desde abajo, lugar en donde podías permanecer años sin cambiar de categoría, y por ende de sueldo, salvo el lento incremento de trienios, quinquenios u otras gabelas menores.

Y así fue, que después de casi dos décadas de trabajar en la firma, en donde entró como botones, tenía más o menos la categoría de ojales, quiero decir, que - con muy escasas diferencias - estaba tal y como cuando ingresó. Pese a todo nuestro hombre, de suyo muy animoso, continuó esforzándose, y  logrando escalar los pocos peldaños que, en su oficina, eran escalables.

Fue entonces cuando conoció a Mercedes, que sería la mujer de su vida, y que compartía con él, entre otras muchas cosas, su afición por la tierra. La naturaleza no quiso concederles su más ferviente deseo, que era tener descendencia, y una vez resignado a no ser padre, Agustín, que había pasado su vida viendo partir barcos sin embarcar jamás en ninguno, tomó el que había de ser el más decisivo, y  acogiéndose a la jubilación anticipada, un buen día se marchó, por fin, a su casa.

No obstante, en todos estos años, no había abandonado su idea de tener un pedazo de tierra propio, y con sus ahorros, más lo obtenido por la jubilación, adquirió una casita pareada, la cual tenía, junto a la puerta principal un trozo de tierra, que con mucha imaginación, podía ser considerado un jardín, o al menos, eso fue lo que el vendedor del inmueble les dijo.

La verdad era que el espacio, daba solo para plantar algunas enredaderas, pero en manos de Agustín, aquello era casi un latifundio. En pocos días lo tuvo cavado abonado y acondicionado, y unas semanas después, ya comenzaban a surgir de la tierra las plantas de tomates, pimientos, berenjenas… y un largo etc., que - aunque parecía mentira - prosperaban en tan pequeño espacio, fundamentalmente gracias a la atención que continuamente les dedicaba su esforzado dueño. Tal y como casi siempre suele suceder, no tardó su labor en tener imitadores, entre los vecinos.

Su más aplicada alumna, resultó ser una ciudadana inglesa, de mediana edad, que vivía  sola  a dos casas de la suya, y que pese a hacer todo igual que Agustin, sus plantas, si bien nacían tan vigorosas como las de este, al poco eran atacadas por plagas de parásitos, o languidecían, por causas desconocidas, sin conseguir dar sus frutos ni una sola vez.

Un día en que nuestro héroe se hallaba, como siempre, enfrascado en su  huerto-jardín, su vecina le abordó, y en un español escaso, pero suficiente para hacerse entender, le comentó sus problemas.

Poco tardó Agustín en hacerse cargo de la situación, y con su amabilidad característica, le aconsejó sobre las mejores épocas de riego y abonado, sulfató una mata de tomates, y fumigó con polvos insecticidas de su propiedad, una plaga de pulgones que sufrían algunas de las plantas.

Ya fuese por los consejos, o por la oportuna cura, el huerto de la británica floreció como nunca, y pocas semanas después estaba lleno de todo tipo de lozanas plantas, como jamás antes lo estuviese, lo que - naturalmente - supuso la satisfacción de su dueña, que juzgó el hecho casi milagroso.

Una mañana, cuando Agustin acababa de salir a comprar la prensa, llamaron a su casa  y Mercedes, aun en pijama, salió para atender la llamada: ¿Se encuentra en casa Don Agustín?- preguntó en su deficiente español la vecina británica, que era quien llamaba. - No, acaba de salir, pero ¿puedo yo servirle en algo? agregó solícita la mujer.

La inglesa tras unos segundos de duda, extrajo del bolso su monedero y mientras lo abría añadió:

- Verá, es que yo venía a pagarle, los polvos que me ha echado su marido.


Mercedes, que estaba enterada de toda la historia, a punto de prorrumpir en una carcajada, dio no obstante una respuesta a la altura de las circunstancias.

-No tiene usted porque molestarse señora, porque estas cosas, mi marido las echa gratis, y sin otro comentario se dio por zanjada la conversación, sin que la vecina advirtiese, la doble intención del diálogo del que había sido artífice.
             
Cuando me contaron la historia, no tuve la sangre fría de Mercedes y reí de muy buen grado la ocurrencia…aunque luego pensé, que si no hubiese tal mal entendido, sino estudiada estrategia, habría que calificar de genio al bueno de Agustín.

J.M Hidalgo (Historias de Gente Singular)

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