domingo, 24 de abril de 2016

El heladero


Estoy convencido de que solo somos pasado. Cuando pensamos, cuando soñamos, cuando referimos cosas, siempre lo hacemos con presupuestos del ayer, y eso sucede porque siempre estamos viviendo en el pasado.

El presente es tan efímero que no podemos aprehenderlo, y cuando acabo de decir o escribir una palabra, ya está dicha o escrita en el pasado. Incluso cuando hacemos planes de futuro, lo hacemos con continuas referencias a nuestro pasado, ya sea este próximo o remoto, y fundamentamos nuestras intenciones de futuro, sobre la base de los aciertos o desaciertos de similares situaciones ya superadas, de forma que nuestro devenir es, por una parte, una entelequia, y por otra un recuerdo de lo ya vivido.

Hasta los cuentos infantiles se inician siempre con la frase “Érase una vez...”, narrándonos algo, transcurrido en la distancia, del  mucho tiempo atrás.

La edad es otra aliada para que tal cosa suceda. Con los años, los ancianos tienden a recordar su infancia, olvidando casi al instante lo que hicieron esa misma mañana, de forma que su vivencia del pasado es tan total, que llegan a confundir a los que les rodean, con los que vivieron con ellos en su infancia o adolescencia.

Quizás un poco por esto último, porque los años cada vez me traen más recuerdos de mi infancia en Álora, es por lo que cada vez que llega el verano y la canícula aprieta, me viene a mi mente – como si fuere ayer – la figura del Rafael “el de los helaos”.

Durante el invierno, se dedicaba a otras actividades, pero llegando el mes de junio, y en cuanto Lorenzo empezaba a apretar en medio del cielo, cogía Rafael del ronzal a su borriquilla y con sus cántaras de helado por alforjas, se echaba a los caminos buscando en la chiquillería de los campos próximos al pueblo – y también en más de un adulto – la clientela para su negocio.

Él se decía industrial, y su fábrica estaba constituida por su mujer – Margarita - que cada noche preparaba el helado casero, con una formula tradicional de mi tierra, que aún hoy se hace - e incluso entre mi familia hay algún experto en ello - siendo costumbre en la actualidad, tomarlo en la madrugada de la noche de San Juan, y en las de feria, embadurnando en él los tejeringos recién hechos - gordos como canutos de caña - y aún chorreando de aceite de oliva.

Margarita, tras tostar y triturar concienzudamente la avellana americana, base fundamental del producto, la mezclaba con la canela, el azúcar y el agua, todo ello en las debidas proporciones – que otra ciencia no tenía - y una vez amalgamados los ingredientes, lo introducía en la heladora manual, construida con un cilindro metálicos en torno al cual se colocaba  hielo picado, todo ello recubierto por una tercera pared de corcho, para evitar que se licuase el hielo, y - por último - con mucha paciencia, iba dando vueltas al ingenio, mediante un manubrio del que estaba provisto, hasta conseguir, tras horas de lentos y continuos giros, que la masa interior se solidificase.

Esto venía a suceder ya casi apuntada el alba, momento en que la industria de los helados - es decir, Margarita - se iba a dormir, empezando su tarea el comercio – Rafael - que ya tenía enjaezada a su borriquilla, y tras colocar las cantaras de helados – por lo general cuatro – y proveerse de abundante cantidad de barquillos de vainilla, salía carretera y camino adelante, hasta más de diez kilómetros del pueblo, hora a la Gavia, hora a las Mellizas, hora a la Vega Redonda, hasta que muchas veces al caer la tarde, y otras entrada la noche, retornaba con sus cantaras vacías, y la talega en donde guardaba las monedas de sus clientes – todas en calderilla – llena.

-“¡Helado, helado, y el barquillo regalado...!,
o también, ¡¡ Al rico helado, que riquillo es, que lo hace Margarita y lo vende Rafael!!, gritaba nuestro hombre a pleno pulmón en cualquier camino, tras hacer sonar una corneta que como reclamo auditivo llevaba, y como si del flautista del cuento se tratara, de todos los rincones comenzaban a llegar una chiquillería gritona y bulliciosa que ya con una peseta – que costaban los más grandes y caros – o hasta tres perras gordas - los más baratos y los que más se vendían - asaltaban a nuestro hombre y su acémila rodeándolos hasta que eran todos atendidos.

Pero Rafael, nuestro Rafael, era una persona entrañable, porque si te acercabas sin dinero y los demás niños llevaban, no te ibas sin al menos una galleta de canela, que generalmente solía regalarte.

En una agotadora jornada de trabajo, bajo el inclemente sol andaluz, Rafael podía obtener entre doscientas y trescientas pesetas, con las que debían vivir, él, su mujer, sus hijos, el burro, reponer la mercancía para el día siguiente, e intentar que quedase algo para el invierno, en que su industria se veía bruscamente frenada por la climatología.

Los veranos de mi infancia no podría entenderlos, sin los baños en la alberca o en el rió, las luchas a muerte al atardecer con el resto de la chiquillería, en la tibia paja de las parvas de trigo o en los almijares, y la trompeta y los gritos de Rafael, ofreciendo su mercancía, mientras – con sus voces - hacía propaganda de su industria.

Es verdad que somos pasado, y he de reconocer que cuando pienso en este, del que acabo de hablar, me alegro hasta el infinito de serlo.

J. M. Hidalgo (Historias de Gente Singular)

3 comentarios:

  1. Trasluce este escrito el pensamiento "orteguiano" de su autor, con el que me identifico, "El hombre no es nunca el primer hombre, comienza a existir sobre cierta altitud del pretérito amontonado. Éste es el tesoro único del hombre, su privilegio y su señal. Y la riqueza menor de ese tesoro consiste en lo que de él parezca acertado y digno de conservarse: lo importante es la memoria de los errores, que nos permite no cometer los mismos siempre."
    "Este pueblo (se refiere al británico) circula por todo su tiempo, es verdaderamente señor de sus siglos, que conserva con activa posesión. Y esto es ser un pueblo de hombres: poder hoy seguir en su ayer sin dejar por eso de vivir para el futuro; poder existir en el verdadero presente, ya que el presente es sólo la presencia del pasado y del porvenir, el lugar donde pretérito y futuro efectivamente existen. (cfr. La rebelión de las masas).

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  2. Disculpa, José María, que me haya manifestando trascendente. No puedo sustraerme a la preocupación por las circunstancias sociales que me rodean. El "adanismo" nos invade, se ignora toda experiencia y la "razón histórica" de Ortega que fundamenta la integración natural de pueblos se ha suplantado por la "memoria histórica" que provoca la división y el enfrentamiento.

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    1. No tienes por qué disculparte. Te comprendo, te entiendo y comparto tu sentir.

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