jueves, 28 de abril de 2016

El jubilado


Acracio había trabajado, casi desde antes de tener uso de razón. Siendo aún muy niño, ayudaba ya a su padre en las tareas agrícolas, simultaneando esta actividad con sus deberes como escolar, hasta el momento en que, llegó la edad - dieciséis años - de empezar a trabajar.

Comenzó, como aprendiz, en una fábrica de tejidos, en la que entraba a las siete de la mañana y no volvía a salir - la comida se hacía dentro del mismo edificio - hasta las siete de tarde. Al cabo de diez años, logró un notable nivel de conocimiento en materia textil, y puesto que el dinero que ganaba, apenas cubría sus más elementales necesidades, decidió trabajar, a comisión, como vendedor de la misma empresa.

La idea le pareció bien al dueño, y una semana después, acarreando cuatro pesadas maletas que contenían el muestrario, empezó a viajar, tren arriba y tren abajo, en principio por la provincia, más tarde por la región y luego, por el resto del país, dedicando a su actividad todas las horas del día y a veces de la noche, sin conocer los domingos, e ignorando la existencia, de algo denominado vacaciones.

El tiempo fue pasando, y con él la juventud de nuestro hombre, a quien cada vez pesaban más las maletas, que habían pasado - además - de cuatro, a seis.

Era la época del inicio de la motorización en nuestro país, y Acracio tras ahorrar varios años, reunió para la entrada de un coche utilitario.

Fue un cambio radical en su vida, bien es verdad que en el vehículo, solo cabían las maletas y él - que había de embutirse luego con bastante dificultad en su interior - pero pese a todo, aquello era otra cosa. Ahora visitaba, hasta diez clientes en un día, en lugar de los dos o tres de antes, y como consecuencia las comisiones, aumentaron considerablemente.

Iba todo tan bien, que decidió hacer realidad uno de sus más viejos sueños; tener una casa propia, y dejar de vivir, por fin, en la de sus padres. Tras mucho buscar, encontró una urbanización a treinta kilómetros del centro de la ciudad, en donde, luego de firmar más de un centenar de letras - algunas de las cuales, calculó pagaría al final de su vida activa - adquirió un pisito de cincuenta metros cuadrados.

El caso era que, Acracio, que no había  tenido tiempo de tener novia, y mucho menos de casarse, pasados  ya los cincuenta años, trabajaba, no para él, sino para poder pagar letras y más letras, tanto del piso, como del nuevo coche que, en sustitución del ya decrépito primer utilitario, hubo de adquirir.

Pero un mal día, al levantar una de sus maletas, un intenso dolor en una de sus vértebras le dejó inmóvil, tanto, que hubieron de trasladarle en la misma posición, hasta el hospital más cercano, en donde quedó internado. Al cabo, se terminó por saber que de tanto levantar pesos, sufría en su esqueleto daños irreparables, que podían suponer - caso de no cesar en su actividad -  el quedar, totalmente paralizado.

Aunque Acracio se negó a creer tan alarmista perspectiva, y siguió trabajando, tan solo tres semana más tarde, volvió a sucederle lo mismo, pero en esta ocasión la recuperación tardó meses en producirse, por lo que acabó convenciéndose de que debía cesar en su actividad laboral.

Y  así, pasó a engrosar - bien es cierto que contra su voluntad - el escalafón de los jubilados. La empresa, le dio una comida, le regaló un reloj, y tras desearle lo mejor de lo mejor, pasó el muestrario a dos animosos jóvenes que le sustituyeron en su puesto.

Pero los problemas de Acracio, no habían hecho más que empezar. Cuando se dispuso a solicitar su jubilación, fue informado por un displicente funcionario, de que él no había trabajado nunca. Si le hubiesen descubierto que había sido mujer desde pequeño sin saberlo, no se hubiera quedado más estupefacto.

Quería decir - le aclaró el empleado - que él no había cotizado jamás; ni lo hizo la empresa por considerarlo trabajador autónomo, ni tampoco nuestro hombre - ocupado en subir y bajar maletas - tuvo la precaución de darse nunca de alta.

En resumen - concluyó el funcionario - que a lo más que podía aspirar, era a una P.N.C. - Pensión No Contributiva - de veinte mil trescientas pesetas al mes, - unos ciento 123 euros actuales - siglas que Acracio rebautizó, una vez enterado de su cuantía, por el más apropiado de Para No Comer.

Agotadas sus escasas reservas, nuestro personaje, hubo de ahorrar de todos lados, suprimió la calefacción, eliminó el postre, redujo la potencia de las bombillas, pero nada…. Ni aún así lograba llegar a fin de mes.

Un día de invierno, en el hogar de la tercera edad, en el que pasaba las tardes huyendo del frío de su gélida casa, leyó el anuncio -“Si su pensión es reducida - decía - puede conseguir quedar exento de la tasa de basuras. Acuda a su Ayuntamiento e infórmese”.

- Verá, yo venía a preguntar por la exención de la tasa de basuras
- explicó al orondo funcionario, que atendía con parsimonia al público, en la oficina municipal.

- Para estar libre del pago de basura, no debe tener ingresos superiores a quince mil pesetas al mes
, le aclaró el empleado. Nuestro hombre, sin inmutarse lo más mínimo contestó.

- Si mis ingresos fuesen inferiores a esa cantidad, querido señor, yo no produciría basura, porque tendría que comérmela para subsistir.


Acracio, sigue malviviendo con su P.N.C. actualizada, aunque en el registro de la propiedad y puesto que es dueño de un piso de cincuenta metros, tiene la consideración legal de "propietario".

J. M. Hidalgo (Historias de Gente Singular)

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