martes, 1 de marzo de 2016

Aeropifias

 

Sé, que los lugares no son singulares en si, sino que los hacen singulares las gentes que en ellos habitan o por ellos discurren, y esto sucede - entre otros muchos - con el Aeropuerto de Barcelona.

Tuve la fortuna de verlo crecer, desde modesto aeropuerto de provincia, en donde las gentes recibían a pie de avión a los que llegaban, hasta el centro cosmopolita que ahora es. Cruce de caminos del mundo, lugar de tránsito de seres de todas las razas, y fatal punto de atracción de cacos internacionales, que en una jornada laboral de pocas horas en sus vestíbulos, pueden obtener - si esquivan a la policía - más beneficios, que un mortal corriente durante todo un año.

No hablaré hoy - sin embargo - de cacos, y eso que materia hay para escribir varios libros, sino de otra clase de sucesos, no menos curiosos ni singulares.

Hace unos años, frente al edificio terminal del Puente Aéreo, colocaron - con asistencia de autoridades y próceres en su inauguración - el llamado Monumento al viajero, que está formado por una enorme estructura vertical, tipo dolmen megalítico, a cuyo lado hay dos maletas de bronce, adosadas al suelo.

El pedrusco, quiere representar la figura de un pasajero, y según decía un chusco ocurrente, nada más inaugurado, y al coincidir con una huelga de las compañías aéreas, no podía haber mejor semblanza, ya que cuando se informaba a los viajeros, que sus vuelos habían sido cancelados, todos se quedaban al instante, de piedra.

Casi no había concluido el acto inaugural, y aún flotaba en el ambiente el eco de los discursos, cuando un bromista ocioso - que siempre los hay - había ya colocado en las asas de ambas maletas, unas etiquetas de las usadas para distinguirlas en vuelo, por lo que, a simple vista - al ser nuevas - daban la impresión de estar abandonadas, y al poco, había ya intentado hacerse con ellas, más de un ciudadano, no se sabe si con la sana intención de devolverlas, o despistarlas para siempre.

El caso fue, que cuando Onofre comenzó su servicio de noche, en su puesto de vigilante, nadie le avisó de la inauguración del nuevo monumento.

No había dado ni diez pasos fuera del edificio, cuando sus ojos quedaron prendidos de las “abandonadas maletas”. Actuó como mandaba el manual, primero se acercó a ellas, después se colocó al lado, mirando atentamente en todas direcciones, en búsqueda del despistado dueño, pero… nada, no había nadie. De repente, una idea recibida durante el curso de seguridad, acudió rauda a su caletre. “Las maletas bomba tienen apariencia de normales, incluso llevan etiquetas de vuelo. Jamás deben ser manipuladas, y se dará inmediato aviso a….”

Quince minutos más tarde, policías, artificieros, perros anti-explosivos, ambulancias, e incluso una dotación de bomberos, habían sido alertados por nuestro hombre, y tras acotar y acordonar la zona, se acercaban con todo tipo de precauciones, al sospechoso equipaje.
   
Estaban ya a punto de detonarlo, cuando pasó junto a la línea de seguridad policial, un empleado que salía de trabajar, y había presenciado aquella tarde, la inauguración del monolito. Al observar el despliegue jocosamente comentó -¡Hombre, puede que el monumento no sea una maravilla, pero tanto como para  volarlo…!
   
Mientras todos los efectivos movilizados retiraban sus bártulos, dedicando de paso los más floridos elogios a la sagacidad de Onofre, este, aún se acercó con prevención a las maletas, y mientras las golpeaba con el pie, y arrancaba las etiquetas exclamó ¡Pues bien que parecían de verdad!
   
Pero al fin y al cabo, nuestro héroe no era sino un simple vigilante, de escaso cacumen, que solo con intentar pensar ya sufría de jaqueca. Mucho más curioso aún, fue el asunto de los andamios.
   
Sucedió poco antes de los Juegos Olímpicos del l992, cuando se andaba con prisas por acabar unas obras, que de no ser por la olimpiada, quizás hubiesen tardado años en acometerse. Estaba el aeropuerto a medio construir, y trabajar en él era cosa de locos, cuando se recibió la noticia de una inspección que un destacado prócer político, representando al gobierno central, iba a realizar en breve, con la loable finalidad de obtener las reglamentarias fotos de prensa, y así justificar - de paso - como se ganaba el sueldo.
   
En el periplo inspector, que se inició nada más tomar tierra el avión del preboste, no faltaba nadie, desde las máximas autoridades provinciales, hasta el director del aeropuerto, pasando por un ejército de ingenieros, aparejadores, encargados de obra, chupatintas e inútiles varios, que siempre están en tales lugares al objeto de hacer bulto, y todos ellos - jerarca incluido - con un ridículo casco de obra en la cabeza - nuevo para la ocasión - como si fuesen esforzados obreros.
   
El edificio se construyó en gran parte - y así continúa hoy día - con paredes de cristales dobles, y entre ambas, al objeto de dar la necesaria solidez al conjunto, un entramado de metal que recuerda, por su forma, un andamio de los utilizados en construcción, y que al ser el conjunto transparente, es visible por ambos lados.
   
El gerifalte, tras haber expresado en reiteradas ocasiones, su gran satisfacción por la marcha de las obras, en una de estas, se dirigió al director, y con la mayor naturalidad le dijo: - Todo está quedando magnífico…soberbio, pero ¿cuando quitarán el andamio de los cristales?
   
El funcionario, con cara de estar jugando al póquer, intentó explicar al alto responsable - procurando no sufrir un ataque de hilaridad mientras lo hacía - la finalidad de tales “andamios”.
   
Si alguna vez, amigo lector, vas al Aeropuerto de Barcelona, no dejes de visitar las maletas abandonadas, ni de admirar los andamios, que - naturalmente - aún no han sido desmontados.

Yo cada vez que lo hago, no puedo evitar partirme de risa.

J. M. Hidalgo (Historias de Gente Singular)       

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