martes, 29 de marzo de 2016

El Cabrero


Tenía la profesión de nuestro padre Abel, y ya antes que el también la tuvieron su padre, su abuelo, su bisabuelo… y así hasta donde la memoria alcanzaba.Eran familia de pastores de toda clase de ganado, pero lo que Paco guardó y cuidó, desde que pudo tenerse en pie, fueron cabras.

Con ellas vivió durante cada uno de los cuarenta y seis años, que hacía poco había cumplido, hora subiendo, hora bajando montañas de una serranía del sur, en búsqueda de los más frescos pastos para sus animales.

En la época - principios de los cincuenta - aún no se conocía el transistor, y la soledad más absoluta, acompañaba a nuestro hombre un día tras otro, en su caminar constante de loma en loma. Los únicos seres vivos con los que se relacionaba, además de con las cabras - y con los que había llegado incluso a  hablar - eran sus dos perros pastores.

El caso de Paco, había evolucionado a la inversa de lo que siempre se creé. Según se dice, los animales, acaban con el tiempo por parecerse en carácter a sus dueños, pero en este caso sucedió justamente al revés, y había sido el pastor, el que acabara por tener un comportamiento tan huidizo y asilvestrado, como el de las cabras que cuidaba, ya que más que parco en palabras, era casi mudo, pues no quería la compañía de otros semejantes y evitaba, cuanto podía, el contacto con la civilización.

Paco, se había adaptado al medio rural en que vivía, como las piedras o los árboles que lo poblaban. Conocía el campo como nadie, no solo en  su orografía, en la que era un maestro, sino en sus recursos naturales, y sobre todo sus plantas, de las que en muchas ocasiones obtenía parte de su sustento, y siempre el remedio para sus males y enfermedades.

Dolores de todas clases, indigestiones, catarros e incluso heridas, tenían su cura en el acto con tal o cual arbusto, que el cabrero conocía y usaba con mucha más eficacia, que un boticario sus píldoras y potingues.

Pero cierto día, una dolencia resistió - sin mejoría alguna - a todos los remedios conocidos, y Paco comenzó a preocuparse. Llevaba ya más de un mes con un terrible dolor de oídos, que le impedía incluso conciliar el sueño, y contra el que se mostraban inútiles cuantas de sus recetas aplicaba, por lo que - y contra su voluntad - se vio forzado a dirigir sus pasos hacía el pueblo, y lo que era aún más raro, hacía la casa del médico, personaje este al que nunca antes, había visitado en su vida.

- Mire usted doctor - concluyó tras explicar escuetamente su dolencia - no puedo dormir y últimamente casi ni pensar de tanto que me duele, deme algún “remedio” que me quite este mal.

El médico, tras realizar una palpación exterior, y observar el oído de Paco con un aparato parecido a una trompetilla, cuya sola visión produjo pavor al receloso enfermo, extendió una receta en una indescifrable escritura, y dijo a nuestro paciente:

 -“Solo dos al día, uno por la mañana y otro por la noche, y en una semana estará como nuevo”.   


Pocos días más tarde, mientras atendía su consulta, fue informado por la enfermera de que el paciente “de las cabras”, insistía en verlo con carácter de urgencia.

La imagen de Paco al entrar en el despacho, era la de la desolación más absoluta; pálido, desencajado, encorvado, y con una mano oprimiéndose el estómago, se presentó ante el médico, quejándose lastimero:

- Doctor, desde que me marché de aquí, estoy mucho peor que ante de verle. Ahora, el oído me duele lo mismo o tal vez más, pero eso casi sería lo de menos, porque hace ya cuatro días, que tengo unos retortijones de vientre horrorosos, y no me para nada en el estómago, me pasó todo el día  “desahogando”, ya sea por arriba  o por abajo… ¡Ay, Ay, que yo de esta, si que me muero! 
 
- Cálmese, cálmese, no será para tanto
- comenzó  a decir el médico extrañado  - A ver... ¿Se ha tomado usted  la medicina tal como le dije...?

-¿“El remedio”?
- exclamó Paco entre quejidos -¡esa es otra!. Está malísimo,  tanto, que al principio no podía del sabor tan desagradable que tiene, y eso que yo estoy hecho a todo…pero ayudándome con un poco de pan, no he dejado ni una vez de tomarlo, aunque desde que lo hago, me siento cada vez peor...

-¿Con un poco de pan? - se interrogó así mismo el galeno, mientras consultaba  en la ficha la medicina prescrita en su día a Paco, hasta leer finalmente en su casi incomprensible caligrafía: “Supositorios analgésicos dos veces al día”.

Mientras se pellizcaba las piernas, para no prorrumpir en una sonora carcajada, el médico concluyó sin mirar directamente al enfermo, y lo más sereno que pudo:

- Bien, lo mejor es que ahora probemos con unos comprimidos calmantes, a ver si nota mejoría. Estos puede tomarlos con agua
– concluyó.

Jamás, nadie del pueblo, volvió a ver a Paco, entrar otra vez en la casa del médico

 J. M. Hidalgo (Historias de Gente Singular)   

No hay comentarios:

Publicar un comentario