lunes, 7 de marzo de 2016

Conductores



 CONDUCTORES

La vida moderna, obliga a moverse - por lo general a bordo de un automóvil - al hombre que en ella se desenvuelve, de forma, que quien en la actualidad no tiene carné de conducir, resulta a ojos de todo el mundo, como un tipo raro.

El caso es que, una gran cantidad de humanos, es propietario de un vehículo de cuatro ruedas, cuya posesión le implica a la vez, libertad y esclavitud, lo primero por la facilidad de movimientos que un automóvil supone, y lo segundo, porque frecuentemente el coche suele tiranizar a su dueño, que a veces vive por y para él.

Los que lo usamos como simple medio de transporte, y nada sabemos de cilindradas, velocidades punta, índice de aceleración, prestaciones primarias o secundarias etc, etc, sino que lo que queremos es que nos lleve y nos traiga, somos una rareza, dentro del raro mundo del conductor, que en muchos casos, usa el vehículo como una prolongación de si mismo, en tal medida que - a menudo - se puede catalogar a las personas, por su forma de conducir.

Hace tan solo unos días - ante una taza de humeante café - un amigo, asiduo del volante, me contaba, que él tenía hecha una clasificación de conductores, conforme circulaban, y según le atacaban, más o menos, los nervios con su conducción, Poco antes de las horas punta – comenzó diciendo -  menudea el “fitipaldi”, al que denomino así, por la velocidad a la que conduce, siempre excesiva para la vía por la que circula. Va nervioso, seguramente porque llega tarde, y quiere ganar los segundos que precisa, jugándose su vida – y la de los demás - cada cien metros.

Cambia constantemente de carril, busca el más mínimo hueco, realiza adelantamientos imposibles, y desconoce la existencia de curvas ni cambios de rasante. Cuando se aproxima al coche que le precede, le lanza insistentes destellos de luces, pidiendo inútilmente paso, ya que – casi nunca - hay lugar a donde apartarse, haciendo sonar el claxon ante un atasco, hasta contagiar a los demás conductores, con lo que además de colapsado, queda uno sordo por el pitorreo.

Pero si singular es el apresurado – continuaba - no te pierdas a su antónimo “el guevón”. Este personaje no tiene prisa jamás por nada. En la más rápida de las autopistas, marcha a sesenta por hora - a veces por el carril central - sin hacer caso a las luces, bocinazos y recuerdos a su señora madre, que le dirigen continuamente los demás usuarios de la carretera. El “guevón” no suele inmutarse por ello, todo lo más, en alguna ocasión masculla a los que le increpan “Mátate tú si quieres...”, con lo cual se justifica ante sí mismo y sigue tan feliz.

En ciudad, y ante un semáforo de ciclo corto, siempre se le ocurrirá buscar algo en el asiento de atrás, o arreglar el cinturón del niño, con lo que deja a todos clavados en el sitio, pues cuando acaba, el semáforo está nuevamente en rojo. No hay nada más inútil, que intentar acelerar el proceder de un “guevón”, porque - como si todo le fuese ajeno - hasta no concluir con lo que hace, no pone en marcha su vehículo, siéndole indiferente, el que los demás conductores protesten, blasfemen o griten.

Dentro de los patológicos  - añadió luego – hay que destacar al “lameculos”. Este sujeto tiene como característica fundamental, el marchar siempre a menos de diez centímetros del parachoques trasero del coche que le precede. Casi nunca muestra intención de adelantar, y cuando el coche que va delante, se aparta para que lo haga, avanza lo justo hasta llegar nuevamente a un palmo del vehículo que ahora está ante él, al que sigue embobado, exponiéndose a dejar la dentadura clavada en su volante ante el mínimo tropiezo que obligue a frenar a este. Tales conductores - carne de psiquiatra, decía - ponen de los nervios a los que se ven forzados a compartir trayecto con ellos.

Por último – concluyó mientras apuraba el café - para acabar con esta galería de fauna automovilística, quiero hablarte de una especie, que abunda los domingos y fiestas de guardar, me estoy refiriendo naturalmente, al extraordinario y singular “dominguero”.

Por lo general pretextan no conducir, durante la semana “por lo mal que está el tráfico y los aparcamientos”, aunque en realidad lo que sienten, es un miedo cerval al coche, la circulación y la carretera, de forma que cuando los domingos montan en su vehículo, llevan la cara del que sube los escalones del patíbulo, blancos como la pared, y contestado a las preguntas que les hacen, con escuetos monosílabos, imagen que contrasta con la que ofrecen – sudorosos y rojos como cangrejos – cuando, tras acabar el trayecto, abandonan la tortura, que la conducción de su coche ha significado.

Son fácilmente reconocibles, porque circulan a cincuenta por hora, y a veces sobre la línea divisoria, pues casi todos ellos sienten aversión hacía los bordes y cunetas. Suele llevar en el asiento del copiloto a su pareja, que es quien le obliga a coger el coche y ante la que – las fiestas de guardar – no puede negarse.

Entre sus signos están, el usar el intermitente contrario al del giro que realizan, detenerse sin previo aviso en medio de la calle, ceder el paso cuando no hay que hacerlo, y por contra, avanzar en momento y lugares en los que no tienen preferencia, y un larguísimo etc, que acabar no podría.

Como es lógico - apostilló mientras se despedía - todos los especímenes citados, tienen su variante femenina, que con escasas diferencias, funciona de idéntico modo al descrito.

Cuando se hubo ido, reflexioné sobre todo lo que me había contado, concluyendo para mí, que si alguien, no se ha visto reconocido – alguna vez - en una u otra de las personalidades descritas, no es que sea un ser excepcional, es que no debe tener carné de conducir.
                                       
J. M. Hidalgo (Historias de Gente Singular)

No hay comentarios:

Publicar un comentario