miércoles, 23 de marzo de 2016

El aviador



Tuve el placer de conocerle, durante unas vacaciones que pasó en la isla de Lanzarote.

Había volado desde cometas hasta cuatrimotores, pasando por todo tipo de artilugios que se mantuviesen de alguna forma en el aire. La aviación a reacción, fue para él una experiencia nueva, y continuó - en la misma tónica ya dicha - pilotando modelos de todas clases, primero como militar, y más tarde - tras recibir una sustanciosa oferta económica, dada su enorme valía profesional - en una compañía civil, en donde permaneció hasta  la edad de su jubilación.

Buen bebedor de whisky y mejor tertuliano, Osbaldo, era una fuente inagotable de anécdotas, ya fuesen estas, de sus incontables horas de vuelo, o de sus experiencias en tierra. El caso es que su charla, hablase de lo que hablase, resultaba siempre amena y solía prenderte durante horas en el hilo de su narración, que pasando de un tema a otro, te hacía revivir, sus divertidas vivencias.

Era soltero, y había tenido - al igual que los marinos - en cada escala un amor, costumbre tan inveterada en él, que pese a sus años, aún solía conservar, si bien que - por mor de la edad - habiendo de reducir el número de estas escalas, a las que sus posibilidades físicas le permitían.

Nuestro personaje era, un tipo auténticamente singular, y aunque sus historias darían para escribir un libro entero, voy a referir una, grabada en mi memoria con más fuerza que las demás.

Transcurría la década de mil novecientos sesenta, y nuestro país aún jugaba a ser un imperio,  “a lo pobre”, con los restos de lo que fuera, siglos atrás. Una de esas reliquias del pasado, que generaban solo gastos, era el enclave de Sidi Ifni, trozo de tierra desértico en la costa occidental de África, situado casi frente a las islas Canarias, en donde lo único que se daban con profusión eran los cardos, las chumberas y los alacranes.

La población del lugar, estaba constituida de forma mayoritaria por militares, encargados de proteger, para los intereses patrios, aquella “joya” de nuestra antigua grandeza imperial, y el escaso tanto por ciento restante, lo integraba el personal civil, allí destinado, y los aborígenes, sin apenas relación  con los soldados. De lo que casi no había, o las había en cantidad ínfima, eran mujeres y fue en esta carencia del elemento femenino, es donde tuvo participación nuestro personaje.

Las comunicaciones con la península, eran escasas y malas, y lo mismo cabía decir con el cercano archipiélago canario, y por ello, los soldados - todos rondando la edad de veinte años - no veían una mujer en meses, e incluso años.

Por esta causa, cuando ni las charlas sobre continencia, que con aire marcial el capellán castrense impartía, ni el bromuro que generosamente se dispensaba mezclado con el agua, y el vino de las comidas, lograban hacer su efecto, y en los dormitorios de tropa, el desnudo de un compañero de barracón, empezaba a ser mucho más excitante que la foto de las novias, pegadas en las puertas de las taquillas, y ya descoloridas de tanto sobarlas, el mando decidió tomar cartas en el asunto, y antes de que los batallones iniciasen perniciosas costumbres, optó por montar un puente aéreo de socorro.

Osbaldo, estaba entonces destinado como capitán, al mando de un avión de transporte, que cada semana acarreaba, desde las Palmas de Gran Canaria hasta el territorio africano y viceversa, suministros bélicos.

Sus nuevas órdenes - recibidas con toda discreción - consistieron en que a partir de aquella fecha, alternaría su carga  habitual, con otra menos militar, aunque no por ello menos necesaria para la moral de la tropa, y que consistiría en una veintena de mujeres de vida alegre, que reclutadas en lugares adecuados de la capital canaria, iban a ser las encargadas de rebajar la tensión sexual de la milicia, antes de que esta pudiese encontrar un sucedáneo interno al problema, posibilidad  nada deseada por el mando.

Y así, a partir de aquella fecha, quincena si, quincena no, el avión se transformaba en transporte de algo, mucho más esperado por los soldados, que los proyectiles, los pertrechos o el armamento que ordinariamente solía llevar, y que era aguardado por ellos a pie de pista, y sin necesidad de convocatoria previa.

Un día, en que estaba programado el envío de una de tales expediciones, por dificultades de contratación, esta no pudo efectuarse, y a última hora fue sustituida por cajas de detonantes - material altamente explosivo - aunque en el manifiesto de carga figuraba - por las prisas - el embarque originario.

Osbaldo, llegó aquel día justo de tiempo al vuelo, y solamente leyó el documento de flete, y creído de  transportar mujeres, inició su rutinaria travesía. Dos horas después, la pesada aeronave enfilaba la pista del aeropuerto de destino, que preparada para despegues y aterrizajes militares, no era un modelo de perfecto asfaltado.

Empezaba ya a caer la noche, y la escasa visibilidad hizo que el primer contacto con tierra fuera de una gran violencia, saltando el avión sobre el cemento, y crujiendo su estructura de hélice a cola, como si fuese a desmontarse por completo. El copiloto, ante la brusquedad del impacto, y con la cara blanca como el papel, se dirigió a Osbaldo y a grandes voces le dijo.

¡Mi capitán, mi capitán…!, ¡Que en este viaje no llevamos putas,... que llevamos detonantes!


Al oírlo, un sudor frío cubrió a nuestro hombre de pies a cabeza, contó hasta diez, mientras se aferraba a los mandos de la aeronave y lograba - no sin dificultades - estabilizarla.

En aquellos interminables segundos, hasta que el avión por fin se detuvo, Osbaldo se juró asimismo, por lo más sagrado, que llevase lo que llevase en bodega, siempre pensaría estar transportando detonantes.

J. M. Hidalgo (Historias de Gente Singular)

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