viernes, 11 de marzo de 2016

Doña Engracia

La naturaleza, que había sido tan cicatera con ella en lo físico, fue pródiga no obstante, compensándola con largueza en lo intelectual. Bien es verdad, que cuando conocí a doña Engracia, pasaba ya de los cincuenta, y sus encantos - de haberlos habido - tenían que estar en franca decadencia, pero si nos atenemos el viejo dicho de que “donde hubo fuego siempre quedan cenizas”, en el caso de nuestra heroína y a tenor de lo evidente, en su juventud, allí, no debió haber - como mucho - más que la llama que produce una humilde cerilla.

Larguirucha, delgada casi hasta rayar la anorexia, con sus ojos saltones, que parecían querer llegar a conectar con sus gafas de concha, la tez siempre amarillenta, por causa de una antigua dolencia hepática, y el cabello eternamente descuidado, y recogido sin gracia, en una especie de rodete, doña Engracia - que naturalmente era soltera - regentaba la cátedra de Lengua y Literatura española, en un instituto de mi tierra.

No obstante, todo lo que a que nosotros - bullangueros estudiantes - nos servía de chacota en lo referente a su físico, se contrapesaba con la admiración que - a la par - sentíamos, en lo que concernía a su mente. Ella, sabía sobradamente, las chuflas de que la hacían objeto sus alumnos, pero el desquite de Doña Engracia por tal proceder se materializaba en clase, cuando ante un texto clásico, escudriñaba entre los versos, o en el análisis de la prosa, haciendo virtuosismos con el lenguaje y sus formas, que nos obligaba a doblegarnos, ante el superior conocimiento, y extraordinario dominio del idioma de la catedrática.

En estas situaciones, con toda la clase, a la vez sobrecogida y embobada por su saber, había momentos en los que nos olvidábamos de su fealdad, para apreciar en ella ignorados encantos, aunque era bien cierto, que la magia duraba poco, y cuando concluía el estudio de la obra de que se tratase, todo volvía a su ser natural.

¡A la cara, a la cara, miradme todos a la cara…! - repetía incansable, día tras día, pues no soportaba, que nadie se distrajese ni un segundo durante su explicación. Un día, se comentaba un texto literario, en que las artes de seducción de una mujer, hacían a un hombre perder su dignidad, su fortuna, y hasta su vida. Doña Engrcaia, debió sentirse identificada con la protagonista, ya que argumentó convencida:

¡Es que las mujeres, somos capaces de volver a los hombres locos con nuestros encantos!.
Como si toda la clase se hubiese puesto de acuerdo, una carcajada general rubricó las palabras de la profesora, que rápida como el rayo y sin azararse lo más mínimo, continuó:

- Bien, puesto que veo que el asunto os hace mucha gracia, que salgan al encerado… y acto seguido pronunció los nombres de tres alumnos, de los que – fuera del aula - se mostraban especialmente crueles en las bromas que se hacían sobre la maestra. Uno tras otro, los fue dejando en ridículo, con preguntas sobre el texto estudiado, y cuando se hubo cansado de jugar al gato y al ratón, concluyó preguntándoles con ironía:

-¿Decidme, para que usáis vuestras cabecitas…además de para haceros peinados exóticos, y embaucar a las nenas...?. Una vez más, había salido triunfante.

Para nosotros, la salud mental de Doña Engracia, hacía tiempo que se encontraba en entredicho, ya que, cuando caminaba sola por el centro docente - que era casi siempre - e incluso por la vía pública, mantenía con frecuencia conversaciones consigo mismo, como si lo hiciese con otra persona, llegando incluso a la gesticulación, y a contestarse y preguntarse en voz alta, lo que provocaba la rechifla general del alumnado, que luego remedaba - obviamente lejos de su presencia - tal proceder.

Uno de los compañeros más inquietos, estaba hablando un día en clase, con los ocupantes del banco de atrás, sobre algo - naturalmente - ajeno al estudio. Las gafas de concha de Doña Engracia se detuvieron en él, y tras ellas sus ojos - ¡Sixto - llamó con voz chillona al descuidado alumno - ¿De que, por qué, y con quien estás hablando?...!

 - ¿Yo, señorita? - contestó el aludido con el mayor de los cinismos, yo no he abierto la boca en toda la mañana, concluyó.

¿Como?- continuó la profesora - ¿Niegas que hablas y lo estás haciendo?,  ¡entonces tu estás loco!… ya que el que hace una cosa, y no se da cuenta de que la hace, está loco… - y sin esperar respuesta continuó - Porque yo, hablo sola … pero yo sé que hablo sola, y puesto que lo sé, no estoy loca. Tu caso, sin embargo, es muy distinto… porque, aun teniendo la evidencia clara de lo que haces, te niegas a admitirlo….por lo tanto… Y siguió en esta argumentación, cada vez más excitada, hasta que el alumno, acabó - por agotamiento - admitiendo su pecado.

Doña Engracia continuó cada día más sola, y cada vez hablando más consigo misma, lo que ella acabó incluso por admitir públicamente, justificándolo como una muestra de su extrema emotividad. Los estudiantes - mucho más crueles - siempre sostuvimos que la profesora hablaba sola, porque fuera de clase, no encontraba a nadie dispuesto a hacerlo con ella.

Una mañana, Doña Engracia no volvió a abrir los ojos. Había muerto durante la noche, con la única compañía de sus queridos clásicos, con los que siempre había vivido, y jamás la abandonaron. El funeral fue multitudinario: autoridades, profesores, alumnos, y ciudadanos, dieron cariñosa y sentida despedida a sus restos.

Fue el día - pensé mientras la enterraban - en el que estando más acompañada que nunca, no pudo sin embargo, hablar con nadie.

J. M. Hidalgo (Historias de Gente Singular)

4 comentarios:

  1. Tienen un misterio estos personajes, José María, que tal vez no nos es dado alcanzar a los que somos los que conformamos la 'aurea mediocritas'. Es muy posible que esta mujer descuidara su aspecto porque el tiempo que habría de dedicar a sus afeites, a su peluquería, a sus visitas a los comercios donde vestirse a la moda, prefería dedicarlos al cultivo de su inteligencia, al deleite que le producía adentrarse en el pensamiento de sus autores preferidos. Como diría J. C. de Luna del Piyayo, ¡A chufla lo toma la gente y a mi me da pena y me causa un respeto imponente!"

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    1. Hablas con gran sabiduría Pedro, pero eso lo veo ahora a mi edad. Con quince años, uno no piensa en esas cosas, pero Doña Engracia era - sin lugar a dudas - una mujer admirable, que indudablemente era digna y merecedora, de todo respeto.

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  2. Esta señora no debió llamarse Engracia sino doña des-gracia. ¡Qué pena de gente tan sola!

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    1. Y que perdida de tiempo, enseñar a cafres como éramos nosotros con esa edad. Las cosas hay que decirlas y reconocerlas como son, pero el pasado, no puede - por desgracia - cambiarse.

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