martes, 15 de marzo de 2016

El ácrata

 

Antes y durante la contienda civil española de 1936, Cipriano estuvo afiliado a una organización anarquista, en cuyas filas fue militante activo, y en la que - al único objeto de darse importancia - alardeó  de haber dado muerte con sus propias manos, a un cura cavernícola y fascista, ahogándolo dentro de un pilón de guardar aceite.

Entre sus compañeros de afiliación, el ver convertido un cura en tostón, se consideró siempre un hecho meritorio y aunque nunca se pudo comprobar con exactitud, el donde, el cuando, ni el como, su fama como “mata curas” se extendió y  le confirió aureola de héroe.

Pero como a menudo suele suceder, lo que le ayudó a subir, resultó ser un obstáculo a la hora de bajar, y por esto, cuando la guerra concluyó, con la derrota de su bando, la historia del cura ahogado en aceite, llevó a nuestro hombre, en poco más de lo que se tarda en decirlo, ante un consejo de guerra sumarísimo.

No obstante, el tribunal advirtió - cosa extraña en aquellos años - que Cipriano era un pobre hombre incapaz de matar ni a una mosca, y la condena a muerte que el fiscal pedía para su persona, quedó “rebajada” a treinta años de trabajos forzados.

Salvada la vida, pasó el tiempo - seguramente con más lentitud de la que él hubiese deseado - hasta que unos años más tarde y beneficiándose de un indulto general, regresó de nuevo al pueblo, sin haber abjurado de sus ideas.

Ni Dios, ni ley, ni gobierno, era la forma en que él decía vivir, y desde esta triple perspectiva, se instituyó en constante disconforme teórico, ante cualquier tipo de normas, ya fuesen estas de la iglesia, del estado, o del municipio, representado en el pueblo, para unos el único resistente al régimen establecido, y un eterno sospechoso de todo mal para otros.

Sin embargo, nuestro amigo - y por eso traemos aquí su historia - era un anarquista singular. El no creer en Dios, la iglesia, ni los curas, no le impedía, no obstante, llevar colgada del cuello una medalla de la Virgen de los Remedios, a quien atribuía haber salvado la vida en prisión, y de la que decía en justificación: “Que ella no tenía nada que ver, con el resto de la patulea celestial...”.

En política se mostraba también especial. Aquellos años - décadas de los cuarenta y cincuenta - todas las manifestaciones de esta clase se contaban por “unanimidades y adhesiones inquebrantables”. La disidencia no era tolerada, ni tan siquiera en pensamiento, y por eso Cipriano, aun siendo teórico, resultaba siempre sospechoso oficial.

En las ocasiones en que alguna autoridad realizaba giras por la comarca, las fuerzas del orden efectuaban una requisa general de elementos presuntamente subversivos, que pudiesen deslucir los actos, y los mantenían fuera de circulación, el tiempo que durasen estos.

Nuestro personaje figuraba, como es lógico, uno de los primeros de la lista. Nunca, no obstante hubieron de ir a su domicilio a buscarle, porque Cipriano, cuya única fuente fiable de información la constituía la ilegal “Radio Pirenaica”, al enterarse por ella de cualquier próximo evento, se personaba voluntariamente en el cuartel de la Guardia Civil del pueblo, el cual tenía en muchas ocasiones la noticia del suceso, antes por su persona, que a través del propio gobierno civil de la provincia.   

Un día - ya por los años sesenta - acudieron a su casa, miembros de una confesión religiosa, nacida al calor de la tolerancia, surgida con  la expansión económica del momento, que creyeron ver en él, por su actitud de constante rebeldía ante el sistema, un futuro adepto.

Sentado en el porche de su casa, con la gorra calada hasta las cejas y la mirada baja, oyó sin decir palabra, la propuesta de salvación que le ofrecían - si abrazaba la nueva fe - en un fin del mundo ya inminente. Cuando, al final, le preguntaron su opinión sobre lo oído, contestó:

-“ Mirad, no perdáis más el tiempo. Si no creo en la religión católica, que es la única verdadera, ¿como vais a pretender que crea en la vuestra...?”
, y sin agregar nada más desapareció en la casa.

Cumplidos ya los ochenta años, una enfermedad incurable le postró en el lecho, del que ya no habría de levantarse más. Al advertir que la vida le abandonaba, llamó a su hijo mayor, y le encargó que tras su muerte, llamase al cura para que le “echase un rezao”.

-“Pero padre
- argumentó el hijo sorprendido - si usted no cree en esas cosas, y siempre ha dicho que con paparruchas...”.

- “Mira Cristobita
- le contestó -  hazme caso.... ¿Tú crees que unos cuantos latinajos que diga el cura me van a hacer algún daño… ?. Y sin embargo, vete a saber si luego, allá arriba no me hacen falta...”.

Don Efraín, el párroco, en la misa que finalmente le dijo, habló no sé cuantas veces de la oveja descarriada, y el pastor que la encuentra.

Yo creo que - de haber cielo - Cipriano estará también en él considerado, como un sospechoso disidente inofensivo. Esa fue siempre su inalterable esencia.
           
J. M. Hidalgo (Historias de Gente Singular)  

2 comentarios:

  1. Pobre gente que sufrió más por sus ideas que por sus hechos. En fin, cosas de la vida.

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    1. Y que la salvase en un consejo de guerra sumarisimo en aquel tiempo, fue un auténtico logro

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