martes, 8 de marzo de 2016

Curro,·"el niño del ventorro"



Había nacido en una venta de las cercanías del pueblo, donde sus padres eran venteros, y ya desde muy niño, se advirtió en él una afición desmedida hacia los animales con cuernos.

Con no más de siete años, no era extraño verle en el corral de la casa paterna intentando - mantel de la mesa en ristre - torear  a la cabra, de la que su  madre obtenía la diaria ración de leche para la familia.

Con el tiempo, empezaron  a advertirse en él – o eso al menos parecía - unos andares pintureros y unas maneras toreras, y aunque no había estado nunca ante un toro de verdad, se empezó a correr la voz por el lugar, de la gran figura que para la torería se escondía en la persona de Francisco.

Sus amigos, al calor de las copas que –  siempre gratis - tomaban con esta excusa en la venta de sus padres, no hacían sino elogiar sus formas, ya que su arte estaba por ver, y elucubrar sobre las posibilidades de “tentar” a un toro de verdad, en una finca próxima, cuyo dueño estaba también por la labor.

Tanto y tanto se insistió, que por fin una tarde de principios de verano, Francisco, vestido de campero, dio unos cuantos capotazos de regular factura, a una vaca ya toreada en veinte lances como aquel, y que sabía más lo que tenía que hacer, que el propio lidiador.

A partir de ese momento su fama se desbordó, y sus incondicionales, decidieron en primer lugar ponerle un nombre artístico, y en segundo, propiciar una corrida en forma, en donde su figura se consagrase definitivamente como un astro de la tauromaquia.

Lo primero fue muy fácil, el Francisco se transformó en “Curro” y como apellido el lugar de su nacimiento, que como no era una venta de campanillas, se la conocía popularmente como “el ventorro”, y con este nombre se quedó, intercalando en medio lo de “niño”, para dejar patente su juventud.

Lo segundo, se logró con entusiasmo y esfuerzo; entusiasmo por parte de sus seguidores, que con más voluntad que conocimiento le apoyaban, y esfuerzo – en este caso económico - por la de sus padres, que previo pago de su importe, lograron introducirlo en el cartel taurino de la feria del pueblo, a celebrar en un improvisado cercado de carros y traviesas de madera, que se levantaba en la Plaza Mayor.

Y por fin llegó el gran día: “El negro de Almudena”, “Coralito”, y “El niño del Ventorro”, sin duda alguna, y pese a cerrar cartel, al ser el más joven e inexperto, el preferido de sus paisanos.

La plaza estaba a rebosar, con gentes en los balcones, en las improvisadas graderías e incluso en los tejados de los edificios colindantes. Los dos primeros diestros estuvieron discretos, pero el personal se reservaba para el de la tierra.

“Curro”, tras un inicio con cierta gracia, lidió aceptablemente con la capa y más bien deficiente con la muleta,  la cual se lió en varias ocasión a su cuerpo estando una a punto de hacerle caer, pero la gente aguantó en aplausos hasta llegar a la suerte de matar.

La espada fue un auténtico viacrucis para nuestro hombre, mientras sudaba a mares, tras más de quince intentos sin conseguir clavarla.

Todo este tiempo la plaza aparecía sumida en un silencio sepulcral, hasta que una potente voz, surgió estruendosa de uno de los graderíos, y en el silencio general se oyó:

-¡Curro!, ¡Métesela  por el culo, que tiene el agujero hecho...!


Después de esto, toda la plaza se enloqueció, y el albero se cubrió en un santiamén de los más insólitos objetos, desde botellas a prendas de vestir, mientras toro y torero - ambos protegidos por la fuerza pública - eran sacados por puertas diferentes, del improvisado coso.

Desde ese día, “Curro”, el niño del Ventorro”, se quedó - y ya para siempre -  simplemente en Paco.

J.M Hidalgo  (Historias de Gente Singular)







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