lunes, 21 de marzo de 2016

El aparcamiento



Alguien dijo en una ocasión, que “el lugar donde aparcar es aquel, que siempre encuentran las personas que tienen coche, cuando van a pie”.

Mucho hay de cierto en la frase, y de hecho, jamás aprecié belleza alguna en un trozo de asfalto, hasta el día en que tuve coche. Desde entonces, las calles que para mí habían sido simplemente calles, se convirtieron en lugares donde poder aparcar, y en alguna ocasión, me sorprendí a mí mismo, comentando con algún amigo - conductor como yo - la existencia de un espacio vacío, y viendo como él, era también capaz de apreciar, la esotérica belleza de un rectángulo de cemento, sin nada encima.

Y es que, tras el sueño de sentarse al volante de un artilugio de cuatro ruedas, llega la pesadilla de que hacer con ese artilugio, cuando bajas de él, y quieres situarlo - naturalmente - lo más cerca posible, del lugar a donde te diriges. Nuestro ya acabado, siglo XX, pasará a la historia entre otras muchas cosas, por haber convertido al ser humano, en un eterno buscador de espacio urbano libre, a bordo de un vehículo de tracción mecánica.

Un amigo, habitante del centro de Barcelona, en calles donde es difícil encontrar un hueco para estacionar, incluso a pie, sostiene que la etimología del verbo aparcar, proviene de “parca”, ya que según dice, aparcar en su barrio, es la muerte.

En cuestiones de aparcamiento menudean las historias curiosas, como la que aquel ciudadano que hubo de hacer un urgentísimo trámite en la Delegación de Hacienda, y al no encontrar lugar, dejó el vehículo - con su esposa aguardando dentro - en zona no autorizada.

La mujer, en avanzado estado de gestación, esperó en el coche la realización de un trámite, que aunque no había de dilatarse más de diez minutos, por un aquel de la burocracia y sus entresijos, pasaba ya de la hora y cuarto, sin que el hombre de la casa hubiese vuelto a hacer acto de presencia.

Al principio, el guardia fue correcto, limitándose a decir a la señora - que no sabía conducir - que tenía que retirar el vehículo del lugar. Luego, quizás pensando que le tomaba el pelo, decidió llamar a la grúa, y la cosa acabó con el coche remolcado hacia el depósito municipal, y la mujer dentro.

Ya fuera por las emociones o por la tensión de momento, la criatura, cuya llegada aún no estaba prevista, decidió sumarse al evento, y en pleno centro de la ciudad, el gruista hubo de servir de improvisada partera, hasta tanto llegaban los servicios médicos, y el recién estrenado padre, cuando acabó con su trámite administrativo, tenía un nuevo hijo, y además, una multa por mal aparcamiento, más los gastos de la grúa.

Y es que el hecho de aparcar, nos convierte en seres primitivos y por ese espacio - que se transforma en vital - somos capaces de luchar casi a muerte, como sucedió en la siguiente historia.   

Darío, tenía cincuenta y tres años, y era ejecutivo en una empresa multinacional, de esos cuyo tiempo no se cuenta en horas o minutos, sino en miles de euros. Poseía cuatro o cinco coches, si contaba los propios, y los que la empresa en la que trabajaba ponía a su disposición.

Aquel día iba - como siempre escaso de tiempo - al volante de un ostentoso Mercedes negro último modelo, que apenas cabía por las estrechas calles del centro, a cerrar con su firma un negocio, de más de quinientos millones.

Tras haber dado ya varias vueltas, a la manzana en la que se ubicaba la notaría - buscando inútilmente un espacio libre - advirtió de repente, un hueco diáfano entre dos vehículos. Al ser su coche tan grande, hubo de maniobrar. Primero retroceder, luego tomar el ángulo necesario, y por último, enfilar el lugar, pero en tanto hacía estas operaciones, pasó por la misma calle, Néstor.
   
Tenía diecinueve años, trabajaba a ratos como vendedor de libros, y era propietario de un  desvencijado Seat, modelo Panda de color rojo - comprado de tercera o cuarta mano - que conducía habitualmente.

Llevaba también mucho rato buscado lugar en donde estacionar, y aunque observó las maniobras que estaba realizando Darío, y su intención de aparcar, valiéndose de lo pequeño y manejable de su vehículo, se introdujo rápidamente en el lugar pretendido por este.

No contento con su pequeña fechoría, en tono burlón se dirigió a nuestro hombre - que aún dentro de su vehículo, no daba crédito a lo sucedido - y le gritó. -¡Para hacer esto, hay que tener diecinueve años, y conducir un Panda...!

El ejecutivo miró su reloj, la demora le había costado ya a su empresa mucho dinero. Ahora tendría que buscar de nuevo aparcamiento, lo que suponía aún más pérdida de tiempo… Y encima aquel jovenzuelo que se marchaba riéndose... En un instante, todo el paisaje se tiñó de rojo.

Como un autómata, puso la primera velocidad, y pisó a tope el pedal del acelerador. Los neumáticos chirriaron sobre al asfalto, y las dos toneladas del Mercedes, envistieron, con la fuerza de una manada de elefantes, al minúsculo Panda, que, tras el impacto, quedó totalmente aplastado, y convertido en un amasijo de inservible chatarra, contra una farola de la acera.

Darío, salió de su coche - que apenas tenía daños – y sin inmutarse lo más mínimo, tras coger su cartera se dirigió a la notaría. Al pasar junto al atónito Néstor, le tendió su tarjeta mientras decía: - Para hacer esto, hay que tener cincuenta y tres años, y conducir un Mercedes....

El seguro de Darío se hizo cargo de todos los gastos.  En el informe, se aludió a los nervios, a una confusión con las marchas, las prisas… En fin… ¡Es que los aparcamientos - incluso con el coche parado - nos acaban poniendo a todos a cien!
   
J.M. Hidalgo (Historias de Gente Singular)

4 comentarios:

  1. ¡Vaya, mala leche que se gastaba el pollo!

    ResponderEliminar
  2. Nada para ir al centro como el metro. O dejar el carro en el párking de una gran superficie en el extrarradio y tirar de taxi. O lo nunca visto: ir andando con tiempo de sobra. (Lujo este último solo accesible para parados y jubilados que no tengan nietos que cangurear).

    ResponderEliminar
  3. El coche en las grandes ciudades, se ha convertido en un obstaculo, mas que en una solución. El ayundamiento nos ha robado el suelo y nos cobra por algo que nos pertenece a todos. Pero mientras callemos...

    ResponderEliminar