jueves, 17 de marzo de 2016

El alcohólico



Si alguien, en la barra del bar, preguntaba a Justelino por su afición a las copas, este solía argumentar, que todo empezó en su más tierna infancia, cuando – aún sin uso de razón – Doña Antonia, su madre, le daba a comer hogazas de pan generosamente empapadas en vino tinto, el cual, conducía a nuestro infantil héroe, al delicioso regazo de Morfeo.

Nunca se supo de cierto, si las historias de Doña Antonia y las hogazas de pan, fueron o no ciertas, entre otras cosas porque la referida, mal podía confirmar ni desmentir este extremo, ya que desde hacía más de veinte años, estaba criando jaramagos en el cementerio de la localidad.

Pero como sus contertulios, cuando la contaba, solían estar – como él – entre los vapores de Baco, nadie discutió nunca la veracidad de tales asertos, e incluso alguno, yendo en un más allá, de cómo se inicio él en la bebida, llegó a afirmar que – en su caso – no ya pan mojado en vino, sino un biberón de cazalla, le había enchufado su progenitora, en noches en que no quiso dormir, y - naturalmente - todos decían amen, a tamaña barbaridad.

La afición de Justelino a la botella, se había acrecentado con los años, y por consiguiente los problemas de ella derivados.

En sus comienzos, se reducía a un vermú o una cerveza por las mañanas, luego fueron dos, más tarde tres... en una segunda fase, comenzó también a hacerlo por las tardes. Al vaso de leche que su esposa le daba, para conciliar el sueño, comenzó a agregar un poco de coñac, que fue subiendo en cantidad hasta llegar casi a la mitad de su contenido, y al levantarse, empezó a tomar un “chupito” – que pronto fue vaso – de anís seco, con la intención de “matar el gusanillo”, aunque por la cantidad que ingería, habría habido suficiente para acaba, con una anaconda.

La realidad fue que en poco tiempo, el estado natural de Justelino era el de jumera permanente, y aunque aguantaba de pie, la lengua le traicionaba con alguna palabra que no acababa de poder pronunciar, y su mirada adquiría un brillo característico, evidencia de que nuestro hombre estaba ya, pedo perdido.

De otro lado, su rendimiento laboral comenzó a resentirse, y los informes que tan pulcramente había hecho hasta entonces, en el despacho de aduanas en que trabajaba, comenzaron a evidenciar fallos y omisiones de bulto, que le acarrearon - al principio - llamadas al orden y más tarde monumentales broncas , en una de las cuales, su jefe, cansado de perder dinero por los continuos errores, puso sobre la mesa la hoja de despido, y el finiquito económico, deseándole todas las venturas del mundo, pero queriendo que estas se realizasen, lo más lejos posible de aquella oficina.

No fue precisamente con palmas, como le dio la bienvenida su esposa al llegar con la nueva a casa, máxime, porque – al solo objeto de pasar el mal rato – en el camino, hizo una escala en el bar, en donde trasegó, a pelo, un buen vaso de ron de caña, que le hizo llegar al domicilio con los ojos brillantes y la lengua estropajosa, explicando a su mujer, los motivos que el cerril de su jefe, había tenido para despedirle, todos infundados - según le dijo - y que le habían convertido a sus cuarenta años, en un parado.

Su mujer, aunque no se creyó nada de la historia, decidió apoyarle, y como el desempleo no daba para mucho, empezó a coser por encargo, y al poco, sus ingresos superaron a los que llegaban de la Seguridad Social, que en unos meses se extinguieron, sin que Justelino volviese a trabajar de nuevo.

En primer lugar porque - según decía - la depresión del desempleo, le había llevado a caer en la bebida, y desde que dejó el despacho, su estado era el de pítima continua, y en segundo lugar, porque caso de haber intentado emplearse, en su estado, era más que seguro que no se lo hubiesen logrado.

Pero la naturaleza tiene un límite, y el hígado de nuestro amigo, con tanta curda, sufría una enfermedad incurable, que el médico diagnosticó como mortal, y que lo sería más rápidamente, de continuar con su inveterada afición a la jumera. Pero su grado de voluntad, pese a reconocer el peligro de su mal, era tan bajo, que llegaba a engañarse así mismo, para conseguir su diaria ración de veneno.

Su esposa, que para paliar sus inevitables recaladas, en las barras de los bares, le acompañaba siempre que podía, era burlada en su función cancerbera, por la artimañas de nuestro hombre. Concertó este, con algunos de los taberneros con los que tenía más confianza, que cuando entrase en sus establecimientos con su esposa, y pidiese un vaso de agua, se lo sirviesen de ginebra.

Desde aquel día, cuando manifestaba querer tomar un trago de agua, en presencia de su confiada esposa, se zampaba sin pestañear, un vaso entero de la trasparente bebida, de forma que al salir a la calle, estaba ya curda perdido, ante el desconcierto de la mujer, que le espetaba incrédula -¡Como estarás ya de alcoholizado, que con tan solo pisar la taberna, te emborrachas...!.

Con semejante tren de vida, no tardó mucho la de la guadaña, en  hacer visita a nuestro héroe, y en su duelo, además de la viuda - a la vez desconsolada y aliviada – figuraban los taberneros del pueblo, tristes de verdad, por haber perdido a su mejor cliente.

Siempre había sido su intención el de ser incinerado tras su muerte, y como hasta con estas cosas las gentes suelen hacer bromas, hubo un chusco que comentó que no había sido necesario el horno crematorio, pues los vapores que desprendía el cadáver, prendieron en una de las velas del catafalco, y estuvo ardiendo una semana entera.

Como dicen en mi pueblo, ¡ Hay gente para to....!   
                                               
J.M. Hidalgo (Historias de Gente Singular)
       
       
       
        

4 comentarios:

  1. Pocas entradas tendría un diccionario de sinónimos más variadas y agudas que esa pítima o curda. Así a bote pronto me salen: tajá, tranca, tablón, cogorza, papalina, pea..., porque embriaguez, incluso borrachera no son términos tabernarios.

    Nací en un pueblo de muchas bodegas, que en los cincuenta/sesenta cerraron casi todas. Sus empleados ganaban muy poco, pero en cada una de ellas había lo que se llamaba 'bota de pasto', es decir un tonelillo con un vaso al lado que permitía todo el consumo que cada uno quisiera o pudiera aguantar sin caerse al suelo. Entre los cuarenta y los cincuenta años muchos empezaban a ponerse flaquitos con enormes barrigones y la tez del color de las pajuelas de azufre. Sus hígados habían cambiado de nombre, ya eran piedras de yeso. Luego, entierros de tercera.

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    1. Eso que dices es rigurosamente cierto Pedro. El alcohól provoca adicción si lo tienes a mano y careces de la suficiente fuerza de voluntad. Mi madre decía que conocia a muchos tabarneros alcohólicos, pero a ningun pastelero que le gustasen los dulces. Y eso es ciertamente asi,porque el olor del horno al cocer provoca nauseas mientras el del vinno atrae.

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  2. ¡"Fijate - le dice uno a otro - si el agua es buena que la bendicen". "Pues anda, replica, cómo será el vino que lo consagran..."!

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  3. Pues este, amigo Pepe, perteneció sin duda a esa cofradía. La del "vino de misa"...

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