domingo, 27 de marzo de 2016

El Blasfemo

           
Siempre he pensado, que la Iglesia, se equivoca grandemente con el tratamiento que da a los blasfemos. Por lo general, estos, a quien Dante en su Divina Comedia sitúa en uno de los círculos centrales del infierno, es decir los que disfrutaban de “mayores cuidados y atenciones demoníacas”, son - en su consideración - seres merecedores de todo tipo de condenas y tormentos, y a los que por insultar a la divinidad, no se les debe perdonar jamás, ni en este mundo ni en el otro.

Creo que se equivoca, porque en la actualidad, la marea de agnosticismo que azota a los cristianos, hace de Dios un ser casi folklórico, y si algún energúmeno en un ataque de ira se acuerda de los ancestros de la divinidad – lo cual teológicamente parece, además, bastante imposible – casi debían complacerse los jerarcas espirituales de la clerecía, porque – al menos – el blasfemo piensa que Dios existe, y por lo tanto, es ya un creyente, al que solo hay que reconducir hacia el buen camino.

Me parece extraño -  reitero - que no juzgue así el hecho la iglesia católica - a la que con razón se tilda de sabia – como lo demuestran los dos mil y pico años de su existencia, durante los cuales, ha sabido resolver problemas de mucha mayor enjundia y complejidad que el expuesto.

Por citar alguno de ellos, baste recordar que, en el siglo XIII, durante el asedio de la ciudad de Béziers ocupada por los albigenses, al abrigo de cuyos muros se albergaban tanto herejes como fervientes devotos, al ser consultado el representante de su Santidad – que allí disponía en cosas de almas y cuerpos - sobre el hecho de que arrasar la ciudad, podía significar la muerte tanto de unos como de otros, él, tras no muy dilataba reflexión, ordenó su incendio, argumentado, que fuese Dios, con su infinita bondad, el que separase – en la otra vida - los buenos de los malos.

Por todo esto, y sabiendo resolver tan brillantemente problemas como el expuesto, no se entiende bien, su escasa lucidez para con los blasfemos. No obstante – amigo lector - me parece que me he ido del tema, ya que estábamos hablando de las blasfemias, y no de la sabiduría de la iglesia.

Tiempo hubo - en nuestro país - en que la influencia del clero era tan enorme, que su impronta impregnaba toda la vida nacional, y un pecado puramente espiritual como este, se hallaba en el Código Penal, castigado incluso con penas de cárcel, si el culpable incurría reiteradamente en sus irreverentes alusiones a la divinidad.

El caso es que - aunque parezca mentira - había guardias que perseguían tales conductas, con más diligencia y saña, que si de un peligroso asesino se tratase, y por eso le ocurrió a Fernando, lo que a continuación cuento.

Tenía nuestro hombre una mula parda, espantadiza y esquiva, que bastaba con que su dueño optase ir por el camino de la izquierda, para que ella tomase – decidida - el de la derecha, sin que en muchos casos valiesen los gritos, e incluso los palos, que al objeto de remediar el hecho, Fernando generosamente le propinaba. Aquel día marchaban ambos, por una de las calles del pueblo, con las alforjas del animal llenas a rebosar, de botijos y cacerolas de barro, venta a cuya actividad se dedicaba nuestro héroe.

La mula, en lugar de enfilar la calle Alameda, por la que hubiese cabido de sobras, dirigió sus pasos a la del Peligro, la cual al final iba estrechándose hasta permitir solo – y con dificultad – el paso de una persona, no siendo posible en forma alguna, que lo hiciese una acémila cargada.

Cuando Fernando quiso apercibirse, el terco animal, subía ya las empinadas rampas de la calleja, y aunque tras correr en pos de él, logró darle alcance, se había ya empotrado en una de sus estrecheces, siéndole imposible moverlo ni hacia delante ni hacia atrás, porque al intentar hacer retroceder al terco cuadrúpedo, la carga rozaba contra las paredes de las casas, rompiendo a cada movimiento, parte de lo que portaba, de forma que al poco rato, y sin aun haber podido desatascar al animal, los botijos y demás cacharros que llevaba, no eran ya sino un montón de cascotes.

Fue entonces cuando Fernando, al borde de la histeria, comenzó a acordarse de la Divinidad. En primer lugar lo hizo de Ella misma, con nombre propio, luego de sus ancestros, más tarde de sus descendientes, por último de sus colaterales y afines, y cuando – ante el monumental escándalo originado – compareció el sargento de la Guardia Civil del pueblo, nuestro hombre se hallaba ya recorriendo con su escatológico lenguaje, toda la jerarquía del clero tanto secular como regular, hasta la categoría de obispo.

El sargento, tras llevarse una mano al tricornio en señal de saludo, y otra a la libreta de multas, comenzó a preguntar a Fernando las generales de la ley, sin hacer – en cambio - nada por ayudarle a solucionar el problema.

Una vez concluyó sus anotaciones, informó a nuestro hombre, que estaba denunciado, con una multa de mil pesetas, por blasfemias e insultos a la religión católica, más lo que el Sr. Juez tuviese a bien considerar, al haber efectuado el hecho en plena vía pública, con posible escándalo de niños y mayores.

Fernando, que estaba más atento a lo poco que aún pudiese salvar de su carga de alfarería, que a las palabras del sargento, contestó, sin dejar de luchar a brazo partido con el terco semoviente.

 - ¡Anote.., anote usted, mi sargento, que cuando acabe, espero que los tacos me hayan salido a céntimo cada uno !

-Y dicho esto - sin hacer más caso a la presencia del agente - volvió a vestir de marrón, a toda la corte celestial, y al estamento clerical hasta la escala de monaguillos, mientras continuó en sus esfuerzos, para lograr desatascar a su terca mula, de la ratonera de la calle Peligro.

  J. M. Hidalgo (Historias de Gente Singular)


 

2 comentarios:

  1. Esa salida al volcán interior de una pasión desenfrenada ahora se descarga en el móvil y manda un mensaje y no sabe a quién...

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