sábado, 12 de marzo de 2016

Dos historias procaces



Ambos, fueron personajes singulares, que tenían más cosas que les unían, de las que les separaban. Ambos eran del sur, del mismo pueblo - Álora, mi pueblo - los dos vivieron en la misma época, carecían de una formación distinta de la que la vida da, y tenían una inteligencia natural y una chispa en sus palabras, que hicieron que sus hechos, o al menos algunos de ellos, aún hoy se recuerden en el lugar.

Se les atribuyen tantas anécdotas, que es posible que algunas incluso no les pertenezcan. Aquí narraremos dos de las que se tiene fe cierta fueron suyas.

Juan era soltero, no se había casado porque unía a un físico no demasiado agraciado, el hecho de ser, en el fondo, profundamente tímido y de no disfrutar, de una posición económica brillante, circunstancias las tres que no le hacían aparecer como un buen partido, por lo que el temor a recibir calabazas, hizo que nunca pensase en matrimonio. Tenía ya más de cuarenta años, y la soledad y el tiempo, le habían ido haciendo más y más desconfiado, reservado y sentencioso.

Un día que fue a la ciudad para “asuntos de papeles”, cosa que había hecho no más de tres veces en su vida, tomó el último tren de regreso a su pueblo - naturalmente en tercera clase - en uno de aquellos vagones en la que la madera formaban el asiento, el suelo y el techo del habitáculo.

Juan, que había pasado todo el día andando por la ciudad, se dejó caer en el asiento como si fuese cama, y tras quitarse los zapatos de los domingos, que le habían estado torturando durante la jornada, y calarse la boina hasta las cejas, se dispuso a dormir.

Cuando ya comenzaba a ver cambiar de forma el departamento, por causa del incipiente sueño, advirtió como en el asiento enfrente del suyo, se aposentaba, cargado de maletas, un señor que le miró con gesto contrariado. Los pies de Juan, tras un día de intenso ajetreo, no debían oler precisamente a rosas y para mayor pecado, nuestro hombre no llevaba puesto calcetín alguno.

Al poco, el tren se puso en marcha y el recién llegado, cada vez más irritado, ya que Juan no había cambiado ni un ápice su posición ni hecho tampoco ademán de calzarse, se dirigió a él y con evidente sorna le dijo:

- Maestro, esos calcetines que lleva usted puestos no se rompen...

Juan levantó levemente una ceja, y sin inmutarse lo más mínimo, ni mover tan siquiera un solo músculo contestó;

 -Pues se equivoca usted amigo, porque los calzoncillos son de la misma tela, y tienen un agujero por detrás.

En los cuarenta kilómetros de recorrido que tuvo el viaje, nada volvió a oírse en el departamento, salvo el rítmico traqueteo del vagón sobre las traviesas de la vía.

Su nombre era Francisca, pero su padre - quien sabe por qué- comenzó por llamarle Frasca, y la gente de pequeña Frasquita, y en Frasquita se quedó. Era una mujer rotunda, estaba casada hacía ya bastantes años, y tenía un desparpajo fuera de lo común. Vivía en pleno campo y regularmente solía ir al pueblo, distante de su casa unos siete kilómetros, para comprar y vender los productos de su huerto.

Para hacer este camino había dos itinerarios; uno por la carretera atravesando el puente del ferrocarril, que era seguro aunque más largo y otro por una vereda - casi camino de cabras - a campo a través, y cruzando el río por un vado natural, cambiante cada vez según los caprichos de la corriente.

Frasquita, naturalmente, salvo cuando el río iba muy crecido, tomaba siempre el segundo camino, y en aquella ocasión hizo lo propio. Al llegar a la orilla advirtió que el caudal de agua era un poco más elevado que de ordinario, pero una vez allí, y tras colocarse el canasto sobre la cabeza, se dispuso - ¡que caramba! - a cruzar el vado.

Al otro lado del río, haciendo un alto en su labor de campo, se hallaban, pendientes de Frasquita, cuatro jornaleros, que miraban con creciente interés, como el agua subía cada vez a mayor altura por las piernas de la mujer, a medida que esta se introducía en la corriente.

Al principio la pantorrilla, más tarde la rodilla, luego los muslos...  Mientras Frasquita se arremangaba las faldas cada vez más, y el agua comenzaba ya a rozar su pubis, los peones comenzaron a corear a gritos - ¡¡Que bebe, que bebe, que bebe…!!

Frasquita, lejos de azararse, se soltó las arremangadas faldas que cayeron mansamente sobre el agua, y colocando las manos en su cintura, miró desafiante a los cuatro hombres, y con una voz que ensordeció a las de ellos dijo;

- ¡ Como no va a beber el pobrecillo, con el pedazo de salchichón que se comió anoche…!

Me contaron, que los peones cesaron en sus burlas, y ayudaron a Frasquita a salir del río, vencidos por la agudeza y el ingenio de la mujer.

Nunca supe que Frasquita y Juan, hubiesen tenido una conversación juntos, pero de haberla habido, hubiese sido, sin duda, de antología.

J, M. Hidalgo  (Historias de Gente Singular)

4 comentarios:

  1. ¡Qué inteligencia natural para salvar las situaciones más engorrosas!

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  2. Mujer de rompe y rasga, como tiene que ser. Gente con recursos imaginativos y lengua rápida. Como tiene que ser. Buenas anécdotas de paisanos de la bien cercada. Como tiene que ser. Y donde se pongan unas buenas sopas perotas... que se quiten los masterchef.

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