miércoles, 2 de marzo de 2016

Alcaldes


ALCALDES
 
Hace setenta años en este país, los alcaldes de nuestros municipios pertenecían ya a la tecnología digital, quiero decir - naturalmente - que todos ellos eran designados a dedo.

Sin embargo no todos - y esto se explica para aquellos que no vivieron la época – presentaban, ni mucho menos, características comunes, ni asumían el cargo de idéntica manera. Los había, que ansiaban con toda su alma ser nombrados, los había indiferentes al nombramiento y también - aunque pocos - se daban casos de alcaldes designados contra su voluntad, o al menos al margen de ella.

Un ejemplo de esto último fue el del alcalde de Azalea, pueblo serrano de no más de trescientos habitantes, al que un día sorprendió una misiva oficial en la que se le notificaba que “de orden superior” debía asumir, a partir de aquel momento, la máxima magistratura municipal.

Nuestro hombre, persona justa y de rectas costumbres, que de haber concurrido a unas elecciones libres para el cargo, sin duda habría obtenido la confianza de sus vecinos, tomó la orden con espíritu disciplinado, y se dispuso a desempeñar, lo mejor que pudo, la nueva tarea.

No obstante, desde el principio, él entendió que sus obligaciones en el ayuntamiento, no podían ser menoscabo, de sus deberes como labrador y por ello, cada mañana - pregonero municipal incluido - mandaba decir en la única plaza del pueblo el siguiente bando, mientras aguardaba junto a sus bueyes. "Se hace saber, que el que quiera justicia que lo diga, que el alcalde se va a arar…”

Acabado el pregón, y de no haber requerimiento, nuestro hombre, precedido de sus animales, y sin otra vara de mando que la aguijada para la labor, se dirigía hacia sus tierras en donde, día tras día, permanecía trabajando incansable hasta la caída de la noche.

El alcalde de Alameda, por contra era la antítesis del anterior y vivía por, y para ser alcalde. Antes de serlo, ofreció, prometió y suplicó a los que habían de nombrarle, y una vez logrado esto, desempeñó - al dictado del mando - su función lo mejor que sabía y podía, por lo cual y como premio, se perpetuaba ya en su puesto, algo más de una década.

En cierta ocasión, una importante autoridad provincial, valedor suyo, anunció una gira política por los pueblos de la comarca, con la intención de conocer los logros del sistema y repartir a diestro y siniestro, un rosario de promesas que luego - salvo contadísimas excepciones - no eran cumplidas jamás.

El alcalde, con ánimo de agradar, puso todo su empeño en organizar el evento: recurrió a las amistades, mandó repartir bebidas y bocadillos a costa del magro presupuesto municipal, se hizo pagar antiguos favores, incluso personales, y con todo ello logró un aceptable auditorio, para asistir al discurso del prócer.

Y llegó por fin el gran día. Balcones engalanados, calles limpias, fachadas encaladas y bandera nacional luciendo en la fachada del consistorio, daban al pueblo aspecto de fiesta mayor. Todo parecía perfecto, pero entonces actúo la fatalidad. Ya en la tribuna, el secretario del jerarca visitante, pasó a este por error, el texto del discurso que había de pronunciarse en otro pueblo cercano, y en el que se contenía la promesa - entre otras - de la construcción de un puente sobre su río, al objeto de evitar el aislamiento, durante las crecidas del invierno.

Desgraciadamente, Alameda no tenía río, y al oír el proyecto, el auditorio, prorrumpió en una carcajada general, en tanto que uno de ellos, más osado que el resto, exclamó a voz en cuello.

¡Pero si en este pueblo no tenemos río!
El alcalde, advirtiendo lo grave del momento, y temiendo que la reunión se convirtiese en un choteo general por parte del paisanaje, atajó el tumulto gritando desde la tribuna.

¡Eso no importa, si hace falta un río, lo traeremos nosotros a cántaros y pipotes! (1)

Al oír esto, sus leales, que eran mayoría, prorrumpieron en una estruendosa ovación, y el acto acabó con toda normalidad.

El alcalde de Álora, respondía a las características del tercer grupo. Estaba en el cargo “porque tenía que estar”, y con esta filosofía gobernaba el municipio, al modo que lo hiciera Sancho Panza en la Ínsula Barataria, es decir, adaptando la realidad a la circunstancia.

Se acababa de inaugurar - con ímprobos esfuerzos económicos - la traída del agua hasta el pueblo, liberando a la ciudadanía por primera vez en su historia, de acarrear el líquido elemento desde la fuente distante más de cinco kilómetros de la población, y todos se sentían satisfechos, mirándose orgullosos, en su sin par obra pública.

Una mañana, a eso de las siete, unos golpes sonaron a la puerta de la primera autoridad y ésta, aún con traje de dormir, se asomó somnoliento a la calle, donde más de veinte vecinos, encabezados por el ujier municipal, todos hablando al unísono y notablemente alterados, le abordaron.

Restablecida, no sin dificultades la calma, se le informó de lo que sucedía. Durante la noche, alguien, sin que se supiese quien era - pero evidentemente un desalmado - había realizado sus necesidades mayores, y seguramente también menores - aunque de estas últimas no quedaban evidencias - en el estanque general, de donde se repartía el agua a la población.

Todos aportaban - al tiempo - soluciones al problema: para unos había que levantar las tuberías, para otros sería preciso vaciar los miles de litros del estanque y esperar un tiempo, para los terceros, lo mejor era llamar a un equipo de desinfección de la capital, y esterilizar toda la zona...

El alcalde, que veía quiméricos todos los proyectos que se barajaban, dado el estado de ruina total de las arcas municipales, aún medio dormido y tras reclamar silencio concluyó conciliador.

-Bueno señores... y digo yo... que una mierda para tantos como somos...

Ninguna de las obras propuestas se llevó a efecto, quitada la que, momentos después de lo narrado, efectúo el barrendero municipal, provisto de cubo y pala, en el estanque del suministro

(1) pipote = barril pequeño

J. M. Hidalgo (Historias de Gente Singular)

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