sábado, 19 de marzo de 2016

El Toto

               
     A mi nieto José María, inspirador de esta historia.

En cierta ocasión, oí decir a una persona muy querida, que en todas las casas debía haber siempre un niño de dos años, porque así los que en ella habitasen, sabrían, en todo momento, lo que es la ingenuidad, el cariño y la ternura en su forma más pura. Pues bien, en mi casa, hace once años, tuvimos esa enorme dicha.

Si eres - amigo lector - asiduo de estas historias, tal vez habrás sabido de su existencia, estoy hablando de mi nieto, aunque hasta entonces cuando lo he hecho me he referido a él como un ser que solo lloraba, comía, dormía y otras cosas más escatológicas, pero que carecía - al contrario que a sus dos años - de una personalidad definida, como ser humano independiente.

Los niños, en contra de lo que solemos pensar los mayores, son pequeños, pero no tontos, y desde que apenas son capaces de tenerse en pie, saben no obstante que es lo que quieren, y aunque carecen de las palabras necesarias para comunicarse, pueden sin embargo hacerse entender y dejar claro, de forma diáfana, sus deseos. Mi nieto, es en ese aspecto, como todos – aunque para mi sea singular de todo punto – y ese es el motivo del porqué hablo de él aquí.

La mejor arma de su arsenal bélico, era su sonrisa, bueno, eso en primera instancia, porque en cuanto tomaba confianza - y eso solía suceder a los escasos minutos de conocer a quien se tratase - la sonrisa se tornaba en contagiosa carcajada, para todos los que le escuchábamos, que hacía que sus continuas diabluras, por demás inocentes, fuesen imposibles de ser tomadas en consideración.

Pero el motivo de su glosa aquí, es sin duda la singular forma de comunicación con los que le rodeamos. Mi nieto, que charlaba como un loro, lo hacía en una jerga particular, que convertía en casi ininteligible su discurso para los extraños, siempre que este no se hiciese antes un “traductor habilitado”, entre los que se llevaban la palma – por entenderlo casi todo – tanto su padre como su madre.

Si se dirigía a terceras personas, y estos como es natural no le entendía, da de inmediato mostraba su fuerte carácter, repitiendo la frase a grito pelado, expresando de esta forma su desconcierto ante el hecho de no ser comprendido en algo tan sencillo, como lo que él decía.

Su semántica se movía dentro del paraíso de la “t”, que igual expresaba una afirmación – “ti” por si, que servía para denominar los más diversos objetos; “toche”, era coche, “totolilo” era cocodrilo; “tilota”, por pelota, “tutacha” era la cuchara, “tion”, tenedor, “titocho”, bizcocho; “tetante”, elefante .... y así docenas de ellas más, ya que si de una cosa no tenía duda con respecto a mi nieto, era que no era mudo.

En esta línea semántica, un buen día, el descendiente de mi descendiente, se dirigió a mí desde sus setenta y ocho centímetros de altura, y tras una de sus intraducibles parrafadas, mientras me miraba, concluyó de forma clara, con la palabra “toto”.

Al principio pensé que se trataría de unos de sus particulares vocablos, por lo que le di un significado acorde con lo que pensaba me quería decir, pero como al  poco advertí, que siempre que se dirigía a mi lo usaba, llegue a la conclusión de que “el toto”, era yo.

Ya he dicho antes que los niños, aunque pequeños, no son tontos. La lógica que había seguido era aplastante; desde que nació, sus padres le habían nombrado a sus primos como “la tata”- ella – y “el tete” – él. Su razonamiento era más que lógico, su abuelo – palabra por otra parte dificilísima de pronunciar para él – debía ser “el toto”.

Resulta muy gratificante que tu nieto te quiera, muchísimo más si te nombra, y el colmo de la felicidad – al menos para mí – el que además de todo ello te denomine con un nombre que él ha inventado.

En cariñosa venganza por este bautismo tardío, me apresté - aunque a destiempo - a llamarle a él “totero”, aunque este apelativo, en cuatro días pasó al olvido, y en cambio el mió - que usa ya casi toda la familia para nombrarme - se me quedó como definitivo, para siempre jamás.
   
Y ¿sabes lo que te digo, amigo lector?... Pues que yo, tan feliz...

J. M. Hidalgo (Historias de Gente Singular)


4 comentarios:

  1. Felicidades, Toto. Para ti, para los Pepes de tu estirpe y para los que por aquí asoman.

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  2. ¡Ay, los niños, puñeteros niños que nos hacen papilla por dentro... maravillosos esos niños nuestros que, para colmo se nos van haciendo grandes!

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