sábado, 26 de marzo de 2016

El Beato


Pertenecían a la mediana y tercera edad, vestían de negro o con hábitos morados, ceñidos con cordones amarillos, se adornado el pecho con escapularios, en los que abundaban corazones sangrantes y coronas de espino, y en su mano llevaban un misal, del que pendía siempre un rosario.

Pasaban la mayor parte del tiempo en la iglesia parroquial, dándose frecuentes y sonoros golpes de pecho, mientras elevaban sus prédicas al Todopoderoso, por la salvación propia y de la humanidad. Eran las beatas.

En mi pueblo, y en la época a que me refiero - años cincuenta de este siglo - las había en legión. Decían vivir, en loor de santidad, aunque en ocasiones, la soledad del cura por un lado, y la de alguna beata por otro, había dado que hablar al resto de la feligresía, sobre todo si aquella estaba de buen ver.

En los ambientes más descreídos y escépticos, había acuñadas frases para ellas tales como: “Son mujeres - decían – que solo las aguanta Dios, y eso porque está clavado en la cruz y no puede salir corriendo...”, y aunque esto era casi una blasfemia, la frase respondía bastante acertadamente en muchos casos, a la realidad de tales féminas.

Aunque más rara, se daba también la versión masculina del personaje, y éste es el que hoy queremos recrear aquí. Se llamaba Custodio, y había sido siempre de natural enfermizo, por lo que se crió pegado a las faldas de su madre, de la que heredó, una voz chillona, y su afición a la gente con sotana.

Custodio jamás pisaba el bar. Nunca se le vio jugar a las cartas. Sus más atrevidas imprecaciones eran “cáspita o mecachis”, y esta última ya le parecía subida de todo, y no había conocido de otra mujer que la suya - la aburrida y poco agraciada Genoveva - que al decir de algunos, era como no haber conocido a ninguna.

Sus ocupaciones consistían, en el cuidado de su tienda de tejidos, de la que humildemente vivía, y sobre todo, cualquier actividad que tuviese relación con la iglesia.

De niño, fue monaguillo, por lo que sabía además de la misa en latín, un sinfín de oraciones y salmodias, que, aún desconociendo su significado, ya que se había limitado a aprenderlas de memoria, recitaba de continuo, deslumbrando a sus paisanos, y haciéndole aparecer - según el oyente - como un hombre santo, o como un rancio rematado. Sus conocimientos en materia de iglesia eran, por demás, superficiales y por eso, sus meteduras de pata, de antología.

En una ocasión, acudió, en visita pastoral el obispo de la diócesis, hecho que solía suceder de pascuas a ramos, y que cuando acontecía, desplegaba en derredor gran expectación. Aquel día, todos los colegios habían dado fiesta, para que los niños - palmas  y banderitas en la mano - recibiesen en la plaza de la iglesia al prelado, con cánticos y vivas.

Púrpura al viento, el obispo descendió del lujoso automóvil en que llegó, y mientras ofrecía su anillo para ser besado por la feligresía, se quitó de la cabeza el sombrero obispal, quedando esta cubierta por el solideo, especie de pequeña boina, que denota la dignidad del cargo.

Custodio, que se hallaba auxiliando al párroco, en sus labores de bienvenida, y desconocía tal prenda, se dirigió al obispo y tras llamar su atención, golpeándole discretamente en el hombro, le dijo con su chillona voz, que todos oyeron:

-¡Eminencia, Eminencia, no se si se ha dado cuenta su excelencia, pero se le ha quedado el forro del sombrero pegado a la cabeza!.

El obispo, estuvo - no obstante - a la altura de las circunstancias, ya que sin inmutarse, guardó el solideo en un bolsillo mientras le decía: -Gracias por el aviso, hijo, cada día trabaja peor la gente de las sombrererías, y la visita siguió como si nada hubiese pasado.

El recuerdo de Custodio que más pervive en mi memoria, no se debe sin embargo a él, sino a Genoveva, su mujer, y contaré porque.

Un invierno, la precaria salud de nuestro hombre empeoró súbitamente.Al poco, se extendió  por el pueblo la noticia, de  que el “santo”, estaba a punto de reunirse con sus colegas en el más allá, y a partir de ese momento, fue incesante el desfile de beatas por la cabecera del enfermo, las que, con ligeras variantes, daban a nuestro hombre siempre la misma encomienda.

-Mira Custodio, cuando llegues a la gloria, pregunta por mi marido y dile que no paro de acordarme de él,  que me espere - decía una.

- Custodio - demandaba otra - cuando entres en el paraíso, nada más llegar, pregunta por mi hijo, y dile que le echo de menos. Y así, día tras día hasta que su estado, cada vez más débil, aconsejó suspender cualquier tipo de visitas.

Genoveva, durante todo el tiempo, había permanecido callada a la cabecera del lecho, pero ahora, consideró oportuno hacer a su marido, una última e importantísima advertencia.

- Verás - le dijo - yo no he querido meterme en nada, pero te quiero avisar por tu bien. Cuando llegues al cielo, no se te ocurra andar gloria arriba y gloria abajo, preguntando por este o por aquel, tu te quedas en un rincón calladito, no sea que se enfaden y te despachen de allí, por molestar...

Custodio, murió confortado por los consejos de su mujer, y puesto que no hubo constancia de su retorno, es seguro que siguió - a pies juntillas - sus sabias indicaciones. No cabía duda, de que eran, tal para cual. 

J. M. Hidalgo (Historias de Gente Singular)           
           
                       

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